Página 30 de 382
Jean Valjean abrió los ojos y miró al venerable obispo con una expresión que no podría pintar ninguna lengua humana.
-Monseñor -dijo el cabo-. ¿Es verdad entonces lo que decía este hombre? Lo encontramos como si fuera huyendo, y lo hemos detenido. Tenía esos cubiertos...
-¿Y os ha dicho -interrumpió sonriendo el obispo- que se los había dado un hombre, un sacerdote anciano en cuya casa había pasado la noche? Ya lo veo. Y lo habéis traído acá.
-Entonces -dijo el gendarme-, ¿podemos de jarlo libre?
-Sin duda -dijo el obispo.
Los gendarmes soltaron a Jean Valjean, que retrocedió.
-¿Es verdad que me dejáis? -dijo con voz casi inarticulada, y como si hablase en sueños.
-Sí; te dejamos, ¿no lo oyes? -dijo el gendar me.
-Amigo mío -dijo el obispo-, tomad vuestros candeleros antes de iros.
Y fue a la chimenea, cogió los dos candelabros de plata, y se los dio. Las dos mujeres lo miraban sin
hablar una palabra, sin hacer un gesto, sin dirigir una mirada que pudiese distraer al obispo. Jean Valjean, temblando de pies a cabeza, tomó los candelabros con aire distraído. Ahora -dijo el obispo-, id en paz. Y a propósito, cuando volváis, amigo mío, es inútil que paséis por
el jardín. Podéis entrar y salir siempre por la puerta de la calle. Está cerrada sólo con el picaporte noche
y día. Después volviéndose a los gendarmes, les dijo: -Señores, podéis retiraros. Los gendarmes abandonaron la casa. Parecía que Jean Valjean iba a desmayarse. El obispo se aproximó a él, y le dijo en voz baja: -No olvidéis nunca que me habéis prometido emplear este dinero en haceros hombre honrado. Jean Valjean, que no recordaba haber prometido nada, lo miró alelado. El obispo continuó con
solemnidad: -Jean Valjean, hermano mío, vos no pertenecéis al mal, sino al bien. Yo compro vuestra alma; yo la libro de las negras ideas y del espíritu de perdición, y la consagro a Dios.
X: Gervasillo
Jean Valjean salió del pueblo como si huyera. Caminó precipitadamente por el campo, tomando los caminos y senderos que se le presentaban, sin notar que a cada momento desandaba lo andado. Así anduvo errante toda la mañana, sin comer y sin tener hambre. Lo turbaba una multitud de sensaciones nuevas. Sentía cólera, y no sabía contra quién. No podía saber si estaba conmovido o humillado.