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Así se llaman el padre y la madre en el Código Civil. Ahora bien, estos padres lloran; estos ancianos nos reclaman; estos buenos hombres y estas buenas mujeres nos llaman hijos pródigos, desean nuestro regreso y nos ofrecen matar corderos en nuestro honor. Somos virtuosos y les obedecemos. A la hors en que leáis esto, cinc o fogosos caballos nos llevarán hacia nuestros pa pás y nuestras mamás. Nos escapamos. La diligencia nos salva del borde del abismo; el abismo sois vosotras, nuestras bellas amantes. Volvemos a entrar, a toda carrera, en la sociedad, en el deber, y en el orden. Es importante para la patria que seamos, como todo el mundo, prefectos, padres de familia, guardas campestres o consejeros de Estado. Veneradnos. Nosotros nos sacrificamos. Lloradnos rápidamente, y reemplazadnos más rápidamente. Si esta carta os p roduce pena, rompedla. Adiós. Durante dos años os hemos hecho dicho sas. No nos guardéis rencor.
Firmado: Blachevelle, Fameuil, Listolier, Tho lomyès.
Post-scriptum. La comida está pagada".
Las cuatro jóvenes se miraron.
Favorita fue la primera que rompió el silencio.
-¡Qué importa! -exclamó-. Es una buena broma.
-¡Muy graciosa! -dijeron Dalia y Zefina.
Y rompieron a reír.
Fantina rió también como las demás.
Pero una hora después, cuando estuvo ya sola en su cuarto, lloró. Era, ya lo hemos dicho, su primer
amor. Se había entregado a Tholomyès como a un marido, y la pobre joven tenía una hija.
LIBRO CUARTO:
Confiar es a veces abandonar
I:
Una madre encuentra a otra madre
En el primer cuarto de este siglo había en Montfermeil, cerca de París, una especie de taberna que ya no existe. Esta taberna, de propiedad de los esposos Thenardier, se hallaba situada en el callejón del Boulanger. Encima de la puerta se veía una tabla clavada descuidadamente en la pared, en la cual se hallaba pintado algo que en cierto modo se asemejaba a un hombre que llevase a cuestas a otro hombre con grandes cha rreteras de general; unas manchas rojas querían figurar la sangre; el resto del cuadro era todo humo, y representaba una batalla. Debajo del cuadro se leía esta inscripción: "El Sargento de Waterloo".
Una tarde de la primavera de 1818, una mujer de aspecto poco agradable se hallaba sentada frente a la puerta de la taberna, mirando jugar a sus dos pequeñas hijas, una de pelo castaño, la otra morena, una de unos dos años y medio, la otra de un año y medio.