Los miserables (Víctor Hugo) Libros Clásicos

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-¿Qué haces ahí? -dijo Courfeyrac.
Gavroche levantó la cabeza.
-Ciudadano, lleno mi cesta.
-¿No ves la metralla?
Gavroche respondió:
-Me da lo mismo; está lloviendo. ¿Algo más?
Le gritó Courfeyrac:
-¡Vuelve!
-Al instante.
Y de un salto se internó en la calle.
Cerca de veinte cadáveres de los guardias na cionales yacían acá y allá sobre el empedrado; eran

veinte cartucheras para Gavroche, y una bue na provisión para la barricada. El humo obscurecía la calle como una niebla. Subía lentamente y se renovaba sin cesar, resultando así una oscuridad gradual que empañaba la luz del sol. Los combatientes apenas se distinguían de un extremo al otro.
Aquella penumbra, probablemente prevista y calculada por los jefes que dirigía n el asalto de la barricada, le fue útil a Gavroche. Bajo el velo de humo, y gracias a su peque ñez, pudo avanzar por la calle sin que lo vieran, y desocupar las siete a ocho primeras cartucheras sin gran peligro. Andaba a gatas, cogía la cesta con los die ntes, se retorcía, se deslizaba, ondulaba, serpenteaba de un cadáver a otro, y vaciaba las cartucheras como un mono abre una nuez.
Desde la barricada, a pesar de estar aún bastante cerca, no se atrevían a gritarle que volvierá por
miedo de llamar la atención hacia él. En el bolsillo del cadáver de un cabo encontró un frasco de pólvora. -Para la sed -dijo. A fuerza de avanzar, llegó adonde la niebla de la fusilería se volvía transparente, tanto que los
tiradores de la tropa de línea, apostados detrás de su parapeto de adoquines, notaron que se movía algo
entre el humo. En el momento en que Gavroche vaciaba la cartuchera de un sargento, una bala hirió al cadáver. -¡Ah, diablos! -dijo Gavroche-. Me matan a mis muertos. Otra bala arrancó chispas del empedrado junto a él. La tercera volcó el canasto. Gavroche se levantó, con los cabellos al viento, las manos en jarra, la vista fija en los que le
disparaban, y se puso a cantar. En seguida cogió la cesta, recogió, sin perder ni uno, los cartuchos que habían caído al suelo, y, sin miedo a los disparos, fue a desocupar otra cartuchera. La cuarta bala no le acertó tampoco. La quinta bala no produjo más efecto que el de inspirarle otra canción:
La alegría es mi ser;

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