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Como la oculta carcoma roe la madera de la vieja nave; como las salobres olas socavan los peñascos opuestos a su furor, y la áspera herrumbre desgasta el hierro abandonado, y como la polilla devora las páginas del libro que se guarda, así mi pecho se consume en honda tristeza que nunca tendrá fin. Antes me abandonará la vida que estos remordimientos, y mi dolor acabará después del que lo padece. Si los dioses árbitros de la humana suerte dan crédito a mis palabras, tal vez me juzguen digno de algún consuelo y me trasladen a lugar donde me vea seguro de los arcos de los Escitas; cometería una imprudencia si llevase más lejos mis súplicas.
II
A MÁXIMO
Máximo, digno del nombre ilustre que enalteces, igualando con la nobleza del ánimo tu linaje esclarecido; tú, que no hubieses visto la luz si el día en que cayeron los trescientos Fabios no perdonara a uno de ellos, acaso me preguntes de dónde viene esta epístola, y quieras saber quién te la dirige. ¡Ay de mí!, ¿qué haré? Recelo que leyendo mi nombre te disgustes y leas el resto con displicencia. Si alguien viera esta epístola, ¿me atreveré a confesar que yo te la he escrito y que he vertido lágrimas sobre mi propio infortunio? Que la vea; me atreveré a confesar que la escribí para darte cuenta del modo que expío mi culpa. Declaro que me hice reo de más duro castigo; pero ya no podría sufrirlo más riguroso. Vivo.
Rodeado de enemigos y en medio de los peligros, como si al perder la patria hubiese perdido mi tranquilidad. Estas gentes, a fin de causar heridas doblemente mortales, mojan todos sus dardos en la hiel de las víboras, y provistos con ellos, cabalgan los jinetes ante nuestros muros espantados, a la manera que el lobo da vueltas en torno del redil. Una vez que tienden el arco, con el nervio de un caballo por cuerda, ésta permanece tirante sin aflojarse jamás, Las casas se ven erizadas de flechas cual un campamento, y los sólidos cerrojos de las puertas apenas, resisten el empuje de las armas.