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Vosotros, para quienes dejé de existir el día que sepulté mi fama en la tumba, sin duda que al presente ya no os ocupáis de mí muerte.
VI
A GRECINO
Cuando supiste mi desgracia hallándote en tierra extranjera, dime, ¿se entristeció tu corazón? En va-no lo disimularás, en vano temerás confesarlo; si te conozco bien, Grecino: te afligiste de veras. No ca-be en tus dulces costumbres una dureza repulsiva, que desdice por completo de tus estudios preferentes. Las artes liberales a que te entregas con tanto ardor suavizan los afectos ahuyentando la rudeza, y ninguno les consagra devoción tan apasionada, siempre que te lo consienten los afanes y obligaciones de la guerra. Yo, en verdad, apenas pude darme cuenta de mí desgracia; permanecí largo tiempo atónito y falto de sentido, y estimé como la mayor desventura verme privado de tu amistad, que me hubiera servido de eficacísimo auxilio. Contigo me faltaban los consuelos que requería mi mente turbada, y aun la mejor parte de mi alma y mi razón. Mas ahora sólo me queda rogarte que me favorezcas, aunque te halles lejos, y aminores con tus consejos la pesadumbre de mi ánimo.
Si en algo crees la veracidad de tu amigo, le juzgarás más insensato que culpable. No es cosa de leve importancia ni segura escribir sobre el origen de mi falta; mis heridas se recrudecen al ser tocadas. Cesa de rogarme te manifieste de qué modo las he recibido; no las irrites si quieres que se cierren. Sea lo que fuere, mi punible acción debe reputarse una falta, no un crimen. ¿Por ventura se ha de juzgar crimen cualquier ofensa hecha a los dioses? Así, Grecino, no he perdido del todo la esperanza de ver un día conmutada mi sentencia. La esperanza fue la única divinidad que permaneció en el mundo cuando todos los númenes abandonaban la tierra malvada. Ella alienta a vivir al esclavo cargado de hierro, soñando que un día sus pies se verán libres de cadenas; ella incita al náufrago, aunque no vea tierra por parte alguna, a mover los brazos en medio de las olas.