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Quien pudo, Máximo, a quien tú en vida reverenciabas como un Dios, te ha rendido los últimos honores; él dispuso tus exequias, él hizo a tus despojos sentidas demostraciones, y esparció el amomo sobre tu helado seno, en su dolor diluyó los ungüentos con las lágrimas que derramaba, y guardó tus cenizas en una tierra vecina. El que así cumple con los amigos fallecidos sus deberes, bien haría en contarnos igualmente entre los muertos.
X
A FLACCO
Desde su destierro, Nasón saluda a su amigo Flacco, si alguien puede enviar aquello de que care-ce. Mi cuerpo, aniquilado por tantos embates, desde hace tiempo languidece, incapaz de recobrar sus perdidas fuerzas. No siento ningún dolor, no me abrasa ninguna fiebre sofocante, y la sangre circula por mis venas de un modo regular; pero con el mal gusto de boca, repugno las viandas que me ponen en la mesa, y me aflige que llegue la hora aborrecida de comer. Sírveme los pescados del mar, los frutos de la tierra y las aves del aire, y no hallaré nada que estimule mi apetito. Si la hermosa Hebe con solícita mano me brindase el néctar y la ambrosía que be-ben y comen los dioses, su rico sabor no excitaría mi paladar embotado, y como un peso incómodo fatigaría tenazmente mi estómago. No me atrevo a escribir estas molestias sobrado reales a, cualquiera, por el temor de que llame delicadezas a mis padecimientos; en verdad que, dada mi situación y el aspecto de mi fortuna, las delicadezas estarían en su lugar; yo se las deseo tales como las pruebo, al que estimó que la ira de César fue harto benévola conmigo. Hasta el sueño, reparador alimento de un organismo debilitado, no cumple sus deberes restaurando las fuerzas del mío. Paso la noche en el insomnio, y me desvelan de continuo las aflicciones a que dan pábulo las tristezas del lugar. Así, aun viéndolo, apenas reconocerías mi rostro, y preguntarías: «¿Adónde huyó el color que antes lo sonrosaba?» Gotas escasas de sangre sostienen mis débiles miembros, ya más pálidos que la cera reciente.