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Sí, te conozco bien; si eres al presente el de otro tiempo y tu temple conserva su grandeza, cuanto más se encone la adversidad le opones mayor resistencia, y, como lo, demanda el honor, te resistes a ser por ella vencido. El valor del enemigo acrisola el tuyo, y así la misma causa me favorece y a la vez me perjudica.
Sin duda, clarísimo joven, estimas indigno de ti servir de cortejo a la diosa que se alza en la instable rueda; tu constancia es inquebrantable; y ya que las velas de mi destrozada nave no se yerguen altivas, como quisieras, las riges del modo que se hallan. Estas ruinas peligrosas y a punto de derrumbarse, aun se sostienen apoyadas en tus hombros. En el primer instante tu cólera fue justa, y no menor que la de aquel que se irritó contra mí viéndose ofendido. El resentimiento que alteró el pecho del divino César jurabas sentirlo con la misma intensidad; mas luego que supiste, el origen de mi desdicha, es fama que lamentaste mis errores. Una carta tuya vino entonces a proporcionarme el primer consuelo y a infundirme la esperanza de que podría ablandarse el dios ofendido. Entonces recordaste la firmeza de mi larga amistad, que había comenzado antes de tu nacimiento. Si con la edad granjeaste otros amigos, al nacer ya lo eras mío, y te di los primeros besos cuando aún te mecías en la cuna, y habiendo desde mis tiernos, años honrado siempre a tu familia, ahora la desgracia me fuerza a ser para ti una antigua carga. Tu padre, dechado de la elocuencia romana, y cuya facundia se igualaba con su nobleza, fue el primero que me incitó a confiar mis escritos a la fama y el guía de mi juvenil ingenio; tengo la certeza de que tu hermano no acertaría a señalar la fecha en que comenzó la amistad que nos profesamos, pues te amé sobre todos y en la próspera y adversa fortuna tú fuiste el objeto único de mi afección. Las últimas playas de Italia viéronme en tu compañía y recibieron las lágrimas que resbalaban por mis tristes mejillas.