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Si mi muerte hubiera de redimirse con la tuya, sacrificio que me repugna, sería la esposa de Admeto el ejemplo que imitaras, y te transformarías en la rival de Penélope si, fiel a tus deberes, intentases engañar con honesto fraude a tus importunos pretendientes; si acompañases a la tumba los Manes de tu marido, caminarías por las huellas de Laodamia, y ante tus ojos aparecería la hija de Ifias, resuelta a entregar el cuerpo a las llamas de mi pira; mas no hay necesidad de la muerte, ni de la tela de la hija de Icario: basta que tus labios importunen a la hija de César, tan excelsa por su virtud, que no permite a los pasados siglos disputar a los nuestros la palma de la castidad. Ella reúne la hermosura de Venus a las virtudes de Juno, y es la única digna de acostarse en el tálamo de un dios. ¿Por qué tiemblas?; ¿porque te detienes en correr a su palacio? No vas a conmover con tus voces a la impía Procne, ni a la hija de Etes, ni a la nuera de Egipto, ni a la cruel esposa de Agamenón, ni a Escila, que espanta con sus caderas las olas de Sicilia, ni a la madre de Telegón, diestra en mudar las figuras de los hombres, ni a Medusa, que lleva los cabellos entrelazados de serpientes; sino a la principal de las mujeres, a la que nos persuade que la fortuna tiene ojos, aunque sin razón la acusan de ciega. Desde el Occidente hasta la Aurora, excepto César, el mundo entero no se envanece con mujer más esclarecida. Acecha el momento propicio a tus ruegos, y no salga la nave del puerto si el mar ruge alborotado. No siempre los oráculos dan las sagradas respuestas, y los mismos templos no se abren a las mismas horas. Cuando la ciudad goce el estado que supongo al presente, y ninguna aflicción entristezca las caras de sus habitantes; cuando en la casa de Augusto, que merece los honores del Capitolio, reinen la alegría y la paz, y ojalá reinen siempre, quieran entonces los dioses facilitarte el oportuno acceso, y entonces no dudes del éxito que alcanzarán tus pretensiones.