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Tenía al Amor en mi presencia, no con el semblante de otros tiempos, sino triste y puesta la mano izquierda sobre un bastón de acebo.
Ni lucía el collar en la garganta, ni la cinta sujetaba su cabellera, menos bien peinada que de costumbre; sobre el rostro demudado caíanle en desorden sus finísimas hebras, y una de sus alas ofrecióse a la vista erizada, cual suele quedar el plumaje de aérea paloma infinitas veces manoseada. Apenas le reconocí y nadie me es más conocido; mi lengua sin freno le habló en estos términos: « ¡Oh niño, que engañaste al maestro ocasionándole el destierro, a quien me fuera más útil no instruir con lecciones!, ¿por fin has llegado aquí, donde nunca reina la paz y el hielo encadena las ondas del Íster que baña estas bárbaras comarcas? ¿Qué te impulsó a venir sino el deseo de contemplar mis males, que, si lo ignoras, te han hecho para mí odioso? Tú me dictaste el primero juveniles cantos, y uní bajo tu dirección a los versos de seis los de cinco pies; tú no consentiste que me elevase a la altura del vate de Meonia, ni ensalzase las hazañas de los ínclitos caudillos. Tu arco y tus antorchas enervaron la fuerza de mi ingenio, débil acaso, pero de algún valor; pues mientras glorificaba tu imperio y el de tu madre, retraías mi ánimo de componer poemas de mayor trascendencia. Y no fue esto sólo: en mi necedad compuse versos dándote lecciones para que aparecieses menos rudo, y a ellas, desdichado de mí, debo el destierro como recompensa en los últimos confines del orbe, que desconocen las dulzuras de la paz. No fue tal Eumolpo el hijo de Quione con repecto a Orfeo, ni Olimpo con el Sátiro de Frigia, ni Quirón recibió de Aquiles semejante premio, ni se dice tampoco que Numa persiguiese a Pitágoras. Y por no recordar los nombres célebres en el transcurso de las edades, yo solo fui víctima de mi, propio discípulo, mientras ponía en tu mano las armas, mientras te aleccionaba, joven travieso, con mi doctrina: he aquí los dones que el maestro ha recibido de su alumno.