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del destierro como infractor del pacto, ó por la muerte como enemigo
público; pues semejante enemigo no es una persona moral, es un hombre, y
en este caso el derecho de la guerra es de matar al vencido.
Se me dirá empero, que el condenar á un criminal es un acto
particular. En horabuena: por esto la condenacion no pertenece al
soberano; es un derecho que puede conferir sin poder ejercer por sí mismo.
Todas mis ideas son consecuentes, pero no puedo esponerlas á la vez.
Por lo demas, la frecuencia de los suplicios siempre es una señal de
debilidad ó de pereza en el gobierno. No hay hombre, por malvado que sea,
á quien no pueda hacerse bueno para alguna cosa. No hay derecho para hacer
morir, ni aun paraque sirva de escarmiento, sino á aquel, á quien no se
puede conservar sin peligro.
En cuanto al derecho de indultar ó de eximir á un culpable de la pena
impuesta por la ley y pronunciada por el juez, solo pertenece al que es
superior al juez y á la ley, esto es, al soberano; y aun su derecho en
este [46] punto no es del todo evidente, y los casos en que puede usar de
él son muy raros. En un estado bien gobernado hay muy pocos castigos, no
porque se perdone mucho, sino porque hay pocos criminales: la multitud de
crímenes asegura su impunidad cuando el estado marcha á su ruina. En la
república romana, nunca el senado ni los cónsules intentaron perdonar á un
delincuente; el mismo pueblo no lo hacia, á pesar de que algunas veces
revocaba su propio juicio. Los frecuentes indultos anuncian que bien
pronto los crímenes no tendrán necesidad de ellos, y todo el mundo vé á lo
que esto conduce. Pero siento que mi corazon murmura, y detiene la pluma;
dejemos disentir estas cuestiones al hombre justo que nunca ha faltado, y
que jamás tuvo necesidad de perdon.