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autoridad, es imposible que uno y otro sean obedecidos y que el Estado
esté bien gobernado.
Yo no hubiera querido vivir en una república de reciente institución,
por buenas que fuesen sus leyes, temiendo que, no conviniendo a los
ciudadanos el gobierno, tal vez constituido de modo distinto al necesario
por el momento, o no conviniendo los ciudadanos al nuevo gobierno, el
Estado quedase sujeto a quebranto y destrucción casi desde su nacimiento;
pues sucede con la libertad como con los alimentos sólidos y suculentos o
los vinos generosos, que son propios para nutrir y fortificar los
temperamentos robustos a ellos habituados, pero que abruman, dañan y
embriagan a los débiles y delicados que no están acostumbrados a ellos.
Los pueblos, una vez habituados a los amos, no pueden ya pasarse sin
ellos. Si intentan sacudir el yugo, se alejan tanto más de la libertad
cuanto que, confundiendo con ella una licencia completamente opuesta, sus
revoluciones los entregan casi siempre a seductores que no hacen sino
recargar sus cadenas. El mismo pueblo romano, modelo de todos los pueblos
libres, no se halló en situación de gobernarse a sí mismo al sacudir la
opresión de los Tarquinos (2). Envilecido por la esclavitud y los
ignominiosos trabajos que éstos le habían impuesto, el pueblo romano no
fue al principio sino un populacho estúpido, que fue necesario conducir y
gobernar con muchísima prudencia a fin de que, acostumbrándose poco a poco
a respirar el aire saludable de la libertad, aquellas almas enervadas, o
mejor dicho embrutecidas bajo la tiranía, fuesen adquiriendo gradualmente
aquella severidad de costumbres y aquella firmeza de carácter que hicieron
del romano el más respetable de todos los pueblos.
Hubiera, pues, buscado para patria mía una feliz y tranquila
república cuya antigüedad se perdiera, en cierto modo, en la noche de los
tiempos; que no hubiese sufrido otras alteraciones que aquellas a
propósito para revelar y arraigar en sus habitantes el valor y el amor a