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aquellos que habéis investido de dignidad recaen necesariamente sobre
vosotros mismos. Ninguno de vosotros es tan poco ilustrado que pueda
ignorar que donde se extingue el vigor de las leyes y la autoridad de sus
defensores no puede haber ni seguridad ni libertad para nadie.
¿De qué se trata, pues, entre vosotros sino de hacer de buen grado y
con justa confianza lo que estaríais siempre obligados a hacer por
verdadera conveniencia, por deber y por razón? Que una culpable y funesta
indiferencia por el mantenimiento de la Constitución no os haga descuidar
nunca en caso necesario las sabias advertencias de los más esclarecidos y
de los más discretos, sino que la equidad, la moderación, la firmeza más
respetuosa sigan regulando vuestros pasos y muestren en vosotros al mundo
entero el ejemplo de un pueblo altivo y modesto, tan celoso de su gloria
como de su libertad. Guardaos sobre todo, y éste será mi último consejo,
de escuchar perniciosas interpretaciones y discursos envenenados, cuyos
móviles secretos son frecuentemente más peligrosos que las acciones
mismas. Una casa entera despiértase y se sobresalta a los primeros
ladridos de un buen y fiel guardián que sólo ladra cuando se aproximan los
ladrones; pero todos odian la impertinencia de esos ruidosos animales que
turban sin cesar el reposo público y cuyas advertencias continuas y fuera
de lugar no se dejan oír precisamente cuando son necesarias.»
Y vosotros, magníficos y honorabilísimos señores; vosotros, dignos y
respetables magistrados de un pueblo libre, permitidme que os ofrezca en
particular mis respetos y atenciones. Si existe en el mundo un rango que
pueda enaltecer a quienes lo ocupen, es, sin duda, el que dan el talento y
la virtud, aquel de que os habéis hecho dignos y al cual os han elevado
vuestros conciudadanos. Su propio mérito añade al vuestro un nuevo brillo,
y, elegidos por hombres capaces de gobernar a otros para que los gobernéis
a ellos mismos, os considero tan por encima de los demás magistrados, como