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letras. Sobre su sabiduría y su moderación, sobre su celoso cuidado por la
prosperidad del Estado fundamento en gran parte la esperanza de su eterna
tranquilidad, y, sintiendo un placer mezclado de asombro y de respeto,
observo cuánto horror manifiestan ante las máximas espantosas de esos
hombres sagrados y bárbaros -de los cuales la Historia ofrece más de un
ejemplo- que, para sostener los pretendidos derechos de Dios, es decir,
sus propios intereses, eran tanto menos avaros de sangre humana cuanto más
se envanecían de que la suya sería siempre respetada.
¿Podía olvidarme de esa encantadora mitad de la República que hace la
felicidad de la otra y cuya dulzura y prudencia mantienen la paz y las
buenas costumbres? Amables y virtuosas ciudadanas: el sino de vuestro sexo
será siempre gobernar el nuestro. ¡Felices cuando vuestro casto poder,
ejercido solamente en la unión conyugal, no se hace sentir más que para
gloria del Estado y a favor del bienestar público! Así es como gobernaban
las mujeres de Esparta, y así merecéis vosotras gobernar en Ginebra. ¿Qué
hombre bárbaro podría resistir a la voz del honor y de la razón en boca de
una tierna esposa? ¿Y quién no despreciaría un vano lujo viendo la
sencillez y modestia de vuestra compostura, que parece ser, por el brillo
que recibe de vosotras, la más favorable a la hermosura? A vosotras
corresponde mantener vivo siempre, por vuestro amable o inocente imperio y
vuestro espíritu insinuante, el amor de las leyes en el Estado y la
concordia entre los ciudadanos; unir por medio de afortunados matrimonios
las familias divididas, y, sobre todo, corregir con la persuasiva dulzura
de vuestras lecciones y la gracia sencilla de vuestro trato las
extravagancias que nuestros jóvenes aprenden en el extranjero, de donde,
en lugar de tantas cosas que podrían aprovecharles, sólo traen consigo,
con un tono pueril y ridículos aires aprendidos entre mujeres perdidas, la
admiración de no sé qué grandezas, frívolo desquito de la servidumbre que