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Cuando se piensa en la
excelente constitución de los salvajes, de aquellos al menos que no hemos
echado a perder con nuestras bebidas fuertes; cuando se sabe que apenas
conocen otras enfermedades que las heridas y la vejez, vese uno muy
inclinado a creer que podría hacerse fácilmente la historia de las
enfermedades humanas siguiendo la de las sociedades civiles. Tal es por lo
menos la opinión de Platón, quien juzga, a propósito de ciertos remedios
empleados o aprobados por Podaliro y Macaón en el sitio de Troya, que
diversas enfermedades que estos remedios hubieron de provocar no eran
conocidas entonces entre los hombres, y Celso refiere que la dieta, tan
necesaria hoy día, fue inventada por Hipócrates.
Con tan contadas causas de males, el hombre, en el estado natural,
apenas tiene necesidad de remedio y menos de medicina. La especie humana
no es a este respecto de peor condición que todas las demás, y fácil es
saber por los cazadores si encuentran en sus correrías muchos animales mal
conformados. Algunos encuentran animales con grandes heridas perfectamente
cicatrizadas, con huesos y aun miembros rotos curados sin más cirujano que
la acción del tiempo, sin otro régimen que su vida ordinaria, y que no por
no haber sido atormentados con incisiones, envenenados con drogas y
extenuados con ayunos han dejado de quedar perfectamente curados. En fin;
por muy útil que sea entre nosotros la medicina bien administrada, no es
menos cierto que si el salvaje enfermo, abandonado a sí mismo, nada tiene
que esperar sino de la naturaleza, nada tiene que temer, en cambio, sino
de su mal, lo cual hace con frecuencia que su situación sea preferible a
la nuestra.
Guardémonos, pues, de confundir al hombre salvaje con los que tenemos
ante los ojos. La naturaleza trata a los animales abandonados a sus
cuidados con una predilección que parece mostrar cuán celosa es de este
derecho. El caballo, el gato, el toro y aun el asno mismo tienen la mayor