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Pero, aun cuando las dificultades que rodean estas cuestiones dieran
lugar para discutir sobre esa diferencia entre el hombre y el animal, hay
una cualidad muy específica que los distingue y sobre la cual no puede
haber discusión: es la facultad de perfeccionarse, facultad que, ayudada
por las circunstancias, desarrolla sucesivamente todas las demás, facultad
que posee tanto nuestra especie como el individuo; mientras que el animal
es al cabo de algunos meses lo que será toda su vida, y su especie es al
cabo de mil años lo mismo que era el primero de esos mil años. ¿Por qué
sólo el hombre es susceptible de convertirse en imbécil? ¿No es porque
vuelve así a su estado primitivo y porque, en tanto la bestia, que nada ha
adquirido y que nada tiene que perder, permanece siempre con su instinto,
el hombre, perdiendo por la vejez o por otros accidentes todo lo que su
perfectibilidad lo ha proporcionado, cae más bajo que el animal mismo?
Triste sería para nosotros vernos obligados a reconocer que esta facultad
distintiva y casi ilimitada es la fuente de todas las desdichas del
hombre; que ella es quien le saca a fuerza de tiempo de su condición
original, en la cual pasaría tranquilos e inocentes sus días; que ella,
produciendo con los siglos sus luces y sus errores, sus vicios y virtudes,
le hace al cabo tirano de sí mismo y de la naturaleza (15). Sería horrible
verse obligado a alabar como bienhechor al primero que enseñó a los
habitantes de las orillas del Orinoco el uso de esas tablillas de madera
que aplican a las sienes de sus hijos y que les aseguran al menos una
parte de su imbecilidad y de su felicidad original.
El hombre salvaje, entregado por la naturaleza al solo instinto, o
más bien compensado del que acaso le falta con facultades capaces de
suplir primero a ese instinto y elevarle después a él mismo muy por encima