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Razonando sobre los principios que enuncia, este autor debía decir que,
siendo el estado de naturaleza aquel en que el cuidado de nuestra
conservación es el menos perjudicial para la conservación de nuestros
semejantes, éste era por consiguiente el estado más a propósito para la
paz y el más conveniente para el género humano. Pues dice precisamente lo
contrario, por haber hecho entrar, con gran desacierto, en el cuidado de
la conservación del hombre salvaje la necesidad de satisfacer una multitud
de pasiones que son producto de la sociedad y que han hecho necesarias las
leyes. El malo, dice, es un niño fuerte. Falta saber si el hombre salvaje,
es un niño fuerte. Aunque ello se concediera, ¿qué se deduciría? Que si,
siendo fuerte, este hombre dependía de los demás tanto como siendo débil,
no hay ninguna clase de excesos a los que no se entregara; que pegaría a
su madre cuando tardase demasiado en darle de mamar; que estrangularía a
uno de sus pequeños hermanos cuando estuviese enojado; que mordería al
otro en la pierna cuando fuese tropezado o molestado. Pero ser fuerte y
dependiente son supuestos contradictorios en el estado natural. El hombre
es débil cuando está sometido a dependencia, y es libre antes de ser
fuerte. Hobbes no ha visto que la misma causa que impide a los salvajes el
uso de razón, como pretenden nuestros jurisconsultos, les impide al mismo
tiempo el abuso de sus facultades, como él mismo pretende; de modo que
podría decirse que los salvajes no son malos precisamente porque no saben
qué cosa es ser buenos, toda vez que no es el desenvolvimiento de la razón
ni el freno de la ley, sino la ignorancia del vicio y la calma de las
pasiones, lo que los impide hacer el mal: Tanto plus in illis proficit
vitiorum ignoratio, quam in his cognitio virtutis (23).
Hay además otro principio que Hobbes no ha observado, el cual,
habiéndole sido dado al hombre para suavizar en ciertas circunstancias la