Sueños de un paseante solitario (Jean Jacques Rousseau) Libros Clásicos

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Aunque alejada, esta esperanza mantenía mi alma en la misma agitación que cuando aún buscaba en el siglo un corazón justo, y por mucho que las lanzara lejos, mis expectativas me hacían igualmente juguete de los hombres de hoy. He dicho en mis Diálogos en qué basaba esta espera. Me equivocaba. Por ventura, lo he sentido lo bastante a tiempo como para encontrar antes de mi última hora un intervalo de plena quietud y de reposo absoluto. El intervalo comenzó en la época de que hablo y me cabe creer que ya no será interrumpido.
Transcurren pocos días hasta que nuevas reflexiones me confirman cuán equivocado estaba al pensar en un acercamiento del público, incluso en otra edad; pues que, en lo que a
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mí respecta, lo conducen guías que se renuevan sin cesar dentro de los estamentos que me han tomado aversión. Los particulares mueren, pero no los cuerpos colectivos. Ahí se van perpetuando las mismas pasiones, y su ardiente odio, inmortal como el demonio que lo inspira, tiene siempre la misma actividad. Cuando todos mis enemigos particulares hayan muerto, los médicos, los oratorianos vivirán aún, y cuando ya no tenga más que a estos dos cuerpos como perseguidores, debe estar seguro de que no dejarán ya en paz mi memoria tras mi muerte, como no dejan a mi persona en vida. Quizá con el paso del tiempo puedan los médicos, a quienes realmente he ofendido, apaciguarse. Pero los oratorianos, a quienes yo amaba, a quienes estimaba, en quienes tenía plena confianza y a quienes nunca ofendí, los oratorianos, gentes de iglesia y medio monjes, serán por siempre implacables, su propia iniquidad constituye mi crimen, el que nunca me perdonará su amor propio, y el público, cuya animosidad cuidarán de reanimar y mantener incesantemente, no se apaciguará más que ellos.
Todo ha acabado para mí en la tierra. Ya no me pueden hacer ni bien ni mal. Ya no me queda esperar ni temer nada en este mundo, y heme aquí, tranquilo en el fondo del abismo, pobre mortal infortunado, pero impasible como Dios mismo.
Todo lo que me es exterior me es, desde ahora, extraño. En este mundo ya no tengo ni prójimo, ni semejantes ni hermanos. En la tierra estoy como en un planeta extranjero al que hubiera caído desde el que habitaba. Si algo reconozco a mi alrededor, no son sino objetos afligentes y desgarrantes para mi corazón y no puedo mirar lo que me afecta y me rodea sin encontrar siempre algún sujeto de desdén que me indigna o de dolor que me aflige.

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