Sueños de un paseante solitario (Jean Jacques Rousseau) Libros Clásicos

Página 10 de 97


Hacia las seis estaba en la bajada de Ménilmontant casi enfrente del Galant Jardinier cuando, al apartarse brusca y repentinamente unas personas que iban delante
de mí, vi cómo se me echaba encima un enorme gran danés que, lanzándose a grandes zancadas delante de una carroza, siquiera tuvo tiempo de detener su carrera o de desviarse cuando reparó en mí. Juzgué que el único medio que tenía de evitar ser tirado a tierra era dar un salto grande, justo para que el perro pasara por debajo de mí mientras yo estuviera en el aire. Esta idea, más fugaz que el rayo, y que no tuve tiempo de razonar ni de ejecutar, fue la última antes de mi accidente. No sentí ni el golpe ni la caída, ni nada de lo que siguió hasta el momento en que volví en mí.
Cuando recobré el conocimiento era casi de noche. Me hallé en brazos de tres o cuatro jóvenes que me contaron lo que acababa de sucederme. Al no poder retener su impulso, el gran danés se había precipitado contra mis dos piernas y, al chocarme con su masa y su velocidad, me había hecho caer de bruces: la mandíbula superior había golpeado contra un adoquín irregular, soportando todo el peso de mi cuerpo, y la caída había sido tanto más violenta cuanto que, al ser en descenso, mi cabeza había quedado más abajo que mis pies.
La carroza a la que pertenecía el perro venía inmediatamente detrás y me habría pasado por encima si el cochero no hubiera detenido sus caballos al instante. Esto es lo que supe por el relato de los que me habían levantado y que aún me sostenían cuando volví en mí. El estado en que me hallé en ese instante es demasiado singular como para no hacer aquí su descripción.
Se acercaba la noche. Vi el cielo, algunas estrellas y un poco de verdor. Esta primera sensación constituyó un momento delicioso. Sólo de esa manera me sentía aún. En ese instante nacía a la vida y parecíame que con mi leve existencia llenaba todos los objetos que veía. Todo entero, en aquel momento no me acordaba de nada; no tenía ninguna noción distintiva de mi individualidad ni la menor idea de lo que acababa de ocurrirme; no sabía quién era ni dónde estaba; no sentía dolor, ni temor ni inquietud. Veía manar mi sangre como hubiera visto correr un arroyo, sin ni siquiera pensar que aquella sangre me perteneciera en forma alguna.

Página 10 de 97
 

Paginas:
Grupo de Paginas:       

Compartir:




Diccionario: