Sueños de un paseante solitario (Jean Jacques Rousseau) Libros Clásicos

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Su curso, más rápido que el de mis ideas, al obligarme casi siempre a hablar antes de pensar, me ha sugerido con frecuencia necedades e inepcias que mi razón desaprobaba y que mi corazón desautorizaba a medida que iban escapando de mi boca, pero que, al preceder a mi propio juicio, no podía ya ser reformadas por su censura.
Es también por causa de este primer e irresistible impulso del temperamento por lo que en momentos imprevistos y rápidos, la vergüenza y la timidez me arrancan a menudo mentiras en las que no toma parte mi voluntad, pero que, en cierto modo, la preceden por la necesidad de responder al instante. La profunda impresión del recuerdo de la pobre Marion tiene por demás capacidad para detener siempre aquéllas que pudieran ser perjudiciales para los demás, pero no las que pueden sacarme de un apuro cuando se trata solamente de mí, lo cual no va menos contra mi conciencia y mis principios que aquéllas que pueden influir en la suerte ajena.
Pongo al cielo por testigo de que si en el instante después pudiera retirar la mentira que me excusa y decir la verdad que me abruma sin baldonarme de nuevo al retractarme, lo haría de todo corazón; pero la vergüenza de cogerme en falta a mí mismo me retiene aún, y me arrepiento muy sinceramente de mi falta sin que, no obstante, ose repararla. Un ejemplo explicará mejor lo que quiero decir y mostrará que no miento ni por interés ni por amor propio, y menos aún por envidia o por malignidad, sino sólo por apuro y mala vergüenza, sabiendo incluso muy bien a veces que esta mentira es conocida como tal y no me sirve absolutamente de nada.
Hace algún tiempo el señor Foulquier me comprometió, contra mi costumbre, a ir con mi mujer de merienda, junto con él y su amigo l3enoit, a casa de la señora Vacassin, restauradora, la cual y sus dos hijas también merendaron con nosotros. En medio de la comida, a la mayor, que es casada y que estaba embarazada, se le ocurrió preguntarme bruscamente y mirándome fijamente si había tenido hijos. Respondí, enrojeciendo hasta los ojos, que no había tenido esa dicha. Ella sonrió malignamente mirando a la compañía: todo aquello no resultaba demasiado oscuro, ni siquiera para mí.
Está claro, en principio, que esta respuesta no es en absoluto la que habría querido dar, aun cuando hubiera tenido la intención de imponerla; porque en la disposición en que veía a quien me hacía la pregunta, estaba bien seguro de que mi negativa no cambiaría en nada su opinión sobre este punto.

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