Sueños de un paseante solitario (Jean Jacques Rousseau) Libros Clásicos

Página 39 de 97

Incluso me equivoco al llamarla mentira, pues que ninguna de estas adiciones lo fue. Escribí mis Confesiones ya viejo y asqueado de los vanos placeres de la vida, que todos había rozado yo y cuyo vacío había sentido por demás mi corazón. Las escribí de memoria; esta memoria me fallaba a menudo o no me suministraba sino recuerdos imperfectos y yo llenaba las lagunas con detalles que imaginaba como suplemento de tales remembranzas pero que jamás les eran contrarios. Me gustaba explayarme en los momentos dichosos de mi vida, y los embellecía a veces con adornos que tiernas añoranzas me proporcionaban. Decía las cosas que había olvidado como me parecía que habían debido ser, quizás como habían sido realmente, nunca al contrario de como me acordaba que habían sido. A veces presté extraños encantos a la verdad, pero nunca puse la mentira en su lugar para paliar mis vicios o para arrogarme virtudes.
Pues si algunas veces, sin pensarlo, por un movimiento involuntario, he escondido el lado deforme pintándome de perfil, bien compensadas han sido estas reticencias con otras reticencias más extrañas que a menudo me han hecho silenciar el bien más cuidadosamente que el mal. Esto es una peculiaridad de mi natural que es muy perdonable que los hombres no crean, pero que, por increíble que sea, no es menos real: a menudo he dicho el mal en toda su vileza y raramente he dicho el bien en cuanto tenía de amable, y a menudo lo he callado totalmente porque me honraba demasiado, y al hacer mis Confesiones habría parecido que hacía mi elogio. He descrito mis años mozos sin jactarme de las felices cualidades de que estaba dotado mi corazón y suprimiendo incluso los hechos que las ponían demasiado en evidencia. Recuerdo ahora dos de mi primera infancia que me vinieron ambos a las mientes cuando escribía, pero que rechacé, uno y otro, por la única razón que acabo de exponer.
Casi todos los domingos iba a pasar el día de las Dehesas, a casa del señor Fazy, que se había casado con una de mis tías y que tenía allí una fábrica de indianas. Un día, durante el tendido, estaba yo en la cámara de la calandria, y miraba sus rodillos de hierro: su lustre me deleitaba la vista, tentado estuve de posar mis dedos sobre ellos, y los iba paseando con gusto por el lizo del cilindro cuando el joven Fazy, que se había metido en la rueda, me abrazó y me conjuró a que sosegara mis gritos, añadiendo que estaba perdido.

Página 39 de 97
 

Paginas:
Grupo de Paginas:       

Compartir:




Diccionario: