Sueños de un paseante solitario (Jean Jacques Rousseau) Libros Clásicos

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En lo más intenso cíe mi dolor me afectó el suyo, me callé, nos fuimos a la nansa, donde me ayudó a lavar mis dedos y
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a restañar mi sangre con musgo. Me suplicó con lágrimas que no le acusara; se lo prometí y lo mantuve tan bien que, más de veinte años después, nadie sabía por cuál aventura tenía yo mis dedos cicatrizados; pues así me han permanecido siempre. Estuve retenido en mi lecho más de tres semanas, y sin poder servirme de mi mano más de dos meses, diciendo siempre que una gran piedra, al caer, me había aplastado los dedos.
Magnaníma menzógna! orquando é il vero Si bello che sí possa a te preporre.?
El accidente fue para mí, sin embargo, muy sentido por la circunstancia, pues era la época de los ejercicios en que se hacia maniobrar a la burguesía, y habíamos hecho una fila con otros tres niños de mi edad con los que, de uniforme, debía hacer el ejercicio en la compañía de mi barrio. Tuve el dolor de oír el tambor de la compañía cuando pasaba bajo mi ventana con mis tres compañeros, mientras yo estaba en el lecho.
Mi otra historia es muy semejante, pero sucedió a una edad más avanzada.
Estaba jugando al mallo en Plainpalais con un compañero mío llamado Pleince. Nos pusimos a reñir por el juego, nos peleamos y en la pugna me dio un mallazo en la cabeza desnuda con tanto tino que, de haber sido una mano más fuerte, me hubiera saltado la tapa de los sesos. Caí al instante. En mi vida vi una agitación semejante a la de aquel pobre muchacho al ver correr mi sangre por entre mis cabellos. Creyó que me había matado. Se precipitó sobre mí, me abrazó, me estrechó fuertemente, prorrumpiendo en lágrimas y lanzando penetrantes gritos. Yo también le abracé con toda mi fuerza llorando como él con una emoción confusa no exenta de cierta dulzura. Finalmente se puso a restañarme la sangre que seguía manando, y viendo que no era suficiente con nuestros dos pañuelos, me llevó a casa de su madre, que tenía un pequeño jardín cerca de allí. Al verme en tal estado, a punto estuvo aquella buena mujer de desmayarse. Pero supo guardar fuerzas para curarme, y luego de haber humedecido bien la herida, le aplicó unas flores de lis maceradas en aguardiente, excelente vulnerario muy usado en nuestro país.

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