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Sus lágrimas y las de su hijo calaron en mi corazón a tal punto que, durante largo tiempo, la miré como a mi madre y a su hijo como a mi hermano, hasta que al perder a uno y a otro de vista los fui olvidando poco a poco.
El mismo secreto guardé sobre este accidente que sobre el otro, y otros tantos de parecida naturaleza me han ocurrido en mi vida de los que ni siquiera he estado tentado de hablar en mis Confesiones, pues tan escasamente trataba de hacer valer lo bueno que notaba en mi carácter. No, cuando he hablado en contra de la verdad que me era conocida, jamás lo he hecho sino en cosas diferentes, y más por el apuro de hablar o el placer de escribir que por ningún otro motivo de interés para mí, ni de ventaja o menoscabo para otro. Y quienquiera que lea imparcialmente mis Confesiones, si alguna vez ocurre eso, sentirá que las declaraciones que allí hago son más humillantes, más penosas de hacer que las de un mal mayor pero menor pero menos vergonzante de decir, y que no he dicho porque no lo he hecho.
De todas estas reflexiones se sigue que la profesión de veracidad que me hecho tiene su fundamento más en sentimientos de rectitud y de equidad que en la realidad de las cosas, y que, en la práctica, he seguido más las directrices morales de mi conciencia que las nociones abstractas de lo verdadero y de lo falso. Frecuentemente
he referido fábulas, pero muy raramente he mentido. Por seguir estos principios, he dado pábulo abundante a los demás, pero no he perjudicado a nadie y no me he atribuido a mí mismo más ventaja que la que me era debida. Me parece que únicamente por ahí es la verdad
Librodo
una virtud. En cualquier otra consideración, no es para nosotros más que un ente metafísico del que no resulta ni bien ni mal.
No siento, empero, mi corazón lo bastante contento con estas distinciones como para creerme totalmente irreprensible. Mientras sopesaba con tanto cuidado lo que debía a los demás, ¿he examinado asaz lo que me debía a mí mismo? Si hay que ser justo con el prójimo, hay que ser verdadero para sí, es un homenaje que el hombre honrado debe rendir a su propia dignidad. Cuando la esterilidad de mi conversación me empujaba a suplirla con inocentes ficciones, estaba en un error, porque para entretener al prójimo no hay que envilecerse a sí mismo; y cuando llevado del placer de escribir, añadía a cosas reales ornatos inventados, estaba en un error aún mayor, porque adornar la verdad con fábulas es, de hecho, desfigurarla.