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El ejercicio que había hecho por la mañana y el buen humor que le es inseparable me hacían muy agradable el reposo de la comida; pero cuando se prolongaba demasiado y el buen. tiempo invitaba, no podía esperar tanto tiempo, y mientras aún se estaba en la sobremesa, me escabullía e iba a meterme solo en una barca que conducía hasta el centro del lago cuando el agua estaba quieta, y allí, tendiéndome cuan largo era en la barca con los ojos vueltos al cielo, me dejaba ir y derivar lentamente a merced del agua; algunas veces durante varias horas, sumido en mil ensoñaciones confusas pero deliciosas, y que sin tener objeto alguno bien determinado ni constante, no dejaban de ser a grado mío cien veces preferibles a todo lo que había encontrado de más dulce en lo que llaman los placeres de la vida. Advertido ordinariamente de la hora del retiro por la caída del sol, me hallaba tan lejos de la isla que me veía obligado a trabajar con toda mi fuerza para llegar antes de la noche cerrada. Otras veces, en lugar de alejarme aguas adentro, me complacía costear las verdeantes riberas de la isla cuyas límpidas aguas y frescas umbrías me invitaron asiduamente a bañarme. Pero una de mis navegaciones más frecuentes consistía en ir de la isla grande a la pequeña, desembarcar y pasar allí la tarde, bien en paseos muy circunscritos por entre los sauzgatillos, los arraclanes, las persicarias, los arbustos de toda especie, o bien estableciéndome en lo alto de una colina
Librodo
arenosa cubierta de césped, de serpol, de flores, incluso de esparceta y de tréboles que habrían sembrado seguramente antaño, y muy propia para albergar conejos que allí podían multiplicarse en paz sin temer nada ni perjudicar a nadie. Di esa idea al recaudador que hizo traer de Neuchátel conejos machos y hembras, y con gran pompa fuimos su mujer, una de sus hermanas, Thérese y yo, a establecerlos en la isla pequeña, donde comenzaron a criar antes de mi partida y donde seguramente habrán prosperado si han podido aguantar el rigor de los inviernos. La fundación de la pequeña colonia fue una fiesta. Ni el piloto de los Argonautas estaba más ufano que yo llevando triunfalmente a la compañía y a los conejos de la isla grande a la pequeña, y notaba con orgullo que la recaudadora, que temía en exceso el agua y siempre se encontraba mal en ella, se embarcó bajo mi guía con confianza y no mostró ningún miedo durante la travesía.