Sueños de un paseante solitario (Jean Jacques Rousseau) Libros Clásicos

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Cuando el lago agitado no me permitía la navegación, pasaba la tarde recorriendo la isla, herborizando aquí y acullá, sentándome ora en los reductos más risueños y más solitarios para soñar a mis anchas, ora en las terrazas y collados para recorrer con los ojos la soberbia y encantadora vista del lago y de sus riberas coronadas de un lado por las montañas próximas y del otro ensanchadas en ricas y fértiles llanuras en las que la vista se extendía hasta las más lejanas montañas azulencas que la limitaban.
Cuando se acercaba la noche, descendía de las cimas de la isla gustosamente a sentarme a orillas del lago sobre la arena en algún rincón escondido; allí, el rumor de las olas y la agitación del agua, fijando mis sentidos y echando de mi alma toda otra agitación, la sumían en una deliciosa ensoñación, en la que me sorprendía con frecuencia la noche sin que me hubiera dado cuenta. El flujo y reflujo de aquel agua, su rumor continuo pero acrecentado a intervalos, golpeando sin desmayo mis oídos y mis ojos, suplían los movimientos internos que la ensoñación apagaba en mí y bastaban para hacerme sentir con placer mi existencia sin tomarme el trabajo de pensar. De vez en cuando nacía alguna débil y breve reflexión sobre la inestabilidad de las cosas de este mundo cuya imagen me ofrecía la superficie de las aguas: pero pronto estas ligeras impresiones se borraban en la uniformidad del movimiento continuo que me mecía y que, sin ningún concurso activo de mi alma, no cejaba de tenerme prendido, a tal punto que, llamado por la hora y por la señal convenida, no podía arrancarme de allí sin esfuerzos.
Después de la cena, cuando la noche era hermosa, íbamos aún todos juntos a dar un paseo corto por la terraza para respirar el aire del lago y el frescor. Descansábamos en el pabellón, reíamos, charlábamos, cantábamos alguna vieja canción que valía más que el retorcimiento moderno, y finalmente nos íbamos a acostar contentos con la jornada y no deseando sino otra similar para el día siguiente.
Tal es, dejando aparte las visitas imprevistas e importunas, la manera en que pasé el tiempo en aquella isla durante mi estancia allí. Que se me diga al presente cuánto de asaz atrayente hay en esto para excitar en mi corazón añoranzas tan vivas, tan tiernas y tan duraderas que al cabo de quince años me es imposible pensar en aquella querida morada sin sentirme cada vez transportado aún por los impulsos del deseo.

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