Las confesiones (Jean Jacques Rousseau) Libros Clásicos

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Cuando me decía: "Hablemos de tu madre, Juan Jacobo", yo le respondía: "Bueno, padre; vamos a llorar", y estas palabras hacían brotar lágrimas de sus ojos. ¡Ah! -decía gimiendo-, devuélvemela, consuélame de su pérdida; llena el vacío que en mi corazón ha dejado. "¿Te amaría yo tanto, por ventura, si no fueses más que hijo mío?" Murió cuarenta años después de haberla perdido, en brazos de una segunda mujer, pero con el nombre de mi madre en los labios y su imagen grabada en el corazón.
Tales fueron los autores de mis días. De cuantos dones les había concedido el cielo, sólo me legaron un corazón sensible, que, si a ellos los hizo dichosos, fué causa de todas las desgracias de mi vida.
Nací casi moribundo. Había pocas esperanzas de salvarme. Vine al mundo con el germen de una dolencia que los años han reforzado y cuyos intervalos sólo me sirven para sufrir más cruelmente de otra manera. El cuidado extremo de una hermana de mi padre, amable y prudente mujer, me salvó tomándome a su cargo. En estos momentos vive aún, cuidando, a la edad de ochenta años, a un marido más joven que ella, pero consumido por el abuso de la bebida. ¡Tía querida, os perdono que me hayáis hecho vivir y siento no poder devolveros en vuestra vejez los desvelos que os costó mi infancia! Vive también mi buena Jaquelin, sana y robusta. Las manos que abrieron mis ojos al venir al mundo, podrán cerrarlos cuando lo deje.
Sentí antes de pensar: tal es el destino común de la humanidad, que yo experimenté más que nadie. No sé lo que hice hasta los cinco o seis años, ni cómo aprendí a leer. Recuerdo sólo mis primeras lecturas y el efecto que me causaban; desde entonces juzgo que empiezo a tener conciencia de mí mismo, sin interrupción. Había dejado mi madre algunas novelas, que leíamos por las noches, después de cenar, mi padre y yo. AL principio lo hacíamos para que yo me adiestrara en la lectura con libros entretenidos; pero pronto creció el interés de tal manera, que nos pasábamos las noches de claro en claro, leyendo alternativamente, sin dejar el libro hasta su conclusión. A veces mi padre, al oír el canto matutino de las golondrinas, me decía como avergonzado: "Vamos, vamos a dormir. Soy más niño que tú".
En poco tiempo adquirí, por tan peligroso método, no sólo una facilidad extraordinaria para leer y escucharme sino también un conocimiento, sin par a mi edad, de las pasiones humanas.

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