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Sin tener ninguna idea de las cosas, estaba yo familiarizado con todos los sentimientos. Cuando nada había concebido aún, ya lo había sentido todo. Estas confusas emociones que experimentaba sucesivamente no modificaron en nada mi razón, puesto que carecía de ella; pero la templaron de otra manera y me dieron ideas extrañas y novelescas acerca de la vida humana, de las que aún no han podido curarme por completo la experiencia y la reflexión.
(1719-1720.) Con el verano de 1719 se concluyeron las novelas. Agotada la biblioteca de mi madre, tuvimos que acudir en ç 1 inmediato invierno a la parte que nos habla tocado de la biblioteca de mi abuelo. Se encontraban en ella muy buenos libros, por fortuna, como no podía menos de ser procediendo de un pastor verdaderamente sabio, según la moda de entonces, y hombre de talento y buen gusto.
Fueron transportados al taller de mi padre la Historia de la Iglesia y del Imperio, por Le Sueur; el Discurso sobre la, Historia Universal, de Bossuet; las Vidas de varones ilustres, de Plutarco; la Historia de Venecia, de Nanís; Las metamorfosis, de Ovidio; Los caracteres, de La Bruyére; La pluralidad de los mundos y Los diálogos de los muertos, de Fontenelle, y algunos tomos de Moliére; y mientras él trabajaba, yo se los leía, tomándoles una afición rara, quizás única a mi edad. Plutarco fué, sobre todo, mi lectura favorita, curándome un poco de mi afición a las novelas el gusto que encontraba en releerlo. Bien pronto preferí Agelisao, Bruto, Arístides a Orondato, Artamenes y Juba. Estas interesantes lecturas y las conversaciones a que dieron lugar entre mi padre y yo, formaron ese espíritu libre y republicano, ese carácter indomable y altivo, enemigo de todo yugo y servidumbre, que siempre me ha torturado en las circunstancias menos oportunas para dejarle libre vuelo. Constantemente ocupado con Roma y Atenas, viviendo, como quien dice, con sus grandes hombres, nacido yo mismo ciudadano de una república e hijo de un padre cuya pasión dominante era el amor a la patria, me entusiasmaba a ejemplo suyo y me creía un griego o un romano: convertíame en el personaje cuya vida estaba leyendo, y el relato de los rasgos de constancia y de intrepidez que me hablan impresionado daba fuerza a mi voz y centelleo a mis miradas. Un día, que durante la comida hice el relato de Scévola, asusté a los circunstantes que me vieron poner la mano sobre un hornillo para representar su acción.