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Así fué cómo dotado de un temperamento ardiente, lascivo, precocísimo, no sólo pasé la pubertad sin anhelar y sin conocer más placeres de los sentidos que aquel cuya idea me había inocentemente sugerido la señorita Lambercier sino que, cuando ya fui hombre, esto mismo que hubiera debido precipitarme, fué la causa de conservarme sin mancilla. En vez de desvanecerse con el tiempo mi antigua afición de niño, de tal suerte se asoció a la que me enseñaron los sentidos ya despiertos, que nunca pude separarlas. Esta locura, unida a mi natural timidez, me ha quitado toda osadía con las mujeres, privado de decirlo todo o de satisfacer mi pasión; no pudiendo la especie de goce, que para mí era un preliminar indispensable, ser adivinado por la persona que podía dispensármelo ni ser usurpado por el mismo que siente tan extraño deseo. Así he pasado mi vida, anhelante y callado, junto a las personas que más he amado. No atreviéndome a declarar mi afición, la entretenía por medio de conexiones que despertaban su recuerdo en mi alma: Estar a los pies de una mujer imperiosa, obedecer sus mandatos y tener que pedirle mil perdones, eran para mi placeres inefables, y cuanto mayor impulso comunicaba mi viva imaginación a mi sangre, tanto más parecía un amante tímido.
Cualquiera concibe que semejante modo de enamorar debe producir exiguos resultados y es muy poco peligroso para la virtud del objeto amado. Por lo tanto, he alcanzado poca cosa, aunque no he dejado de gozar mucho a mi manera; esto es, imaginariamente. He aquí cómo mi carácter tímido, mis sentidos y mi imaginación novelesca se aunaron para conservarme intacta la honestidad y puros los sentimientos, por efecto precisamente de una pasión que tal vez me habría sumido en un abismo de torpes deleites de haber sido menos vergonzoso.
He dado ya el paso primero y más difícil en el oscuro y cenagoso laberinto de mis confesiones. Ciertamente no cuesta tanto confesar lo criminal como lo vergonzoso y ridículo. Ahora no puedo temer que me falte resolución para decirlo todo. Calcúlense cuán penosas deben haber sido esas revelaciones cuando nunca pude atreverme a declarar mi locura a las mujeres que más he amado, ni aun en los momentos en que, arrebatado por la pasión, estaba sin sentido, poseído de un convulsivo temblor y privado de dominio sobre mí mismo, ni menos implorar el único favor que me faltaba obtener en las ocasiones de más íntima familiaridad.