Las confesiones (Jean Jacques Rousseau) Libros Clásicos

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Cortamos con este objeto la rama de un sauce joven y la plantamos a ocho o diez pies del soberbio nogal, sin olvidarnos de cavar al pie del arbolillo su correspondiente socava para regarlo mejor. Pero, ¿cómo llenarla?, porque no había agua sino bastante lejos y no nos dejaban ir a buscarla. Sin embargo, nuestro sauce la necesitaba indispensablemente. Durante algunos días pudimos procurárnosla valiéndonos de un sinnúmero de ardides, obteniendo tan feliz resultado que en breve le vimos echar botones y pequeñas hojas, cuyo crecimiento medíamos y espiábamos a cada instante, convencidos de que no habíamos de tardar en cobijarnos bajo su sombra, aunque el arbolito apenas se levantaba un palmo sobre tierra.
Como nuestro árbol nos preocupaba de tal modo que no estudiábamos nada, ni éramos capaces de la menor aplicación, y estábamos como locos, sin saber la causa de ello, nos acortaron las riendas. Así, viendo venir el momento en que no podríamos obtener el agua necesaria, nos afligió la idea de ver morir de sed a nuestro árbol. Por fin, la necesidad, madre de la industria, nos sugirió una invención para librarle a él y a nosotros de una muerte segura. Y fué construir un canal oculto que, partiendo del pie del nogal, llevara al nuestro una parte del agua que le regaba. La empresa, por lo pronto, no dió buen resultado, porque hablamos tomado mal el declive; el agua no corría, se desmoronaba la tierra y obstruía el canal. Se llenaba de lodo la entrada y todo se desbarataba. Pero no nos arredramos.
Labor omnía vincit improbus. Ahondamos más el hoyo y la reguera, sacamos de unas cajas unas tablillas y, colocando unas horizontalmente y otras en ángulo, puestas encima, formamos un canal triangular. Plantamos en el orificio algunos palillos haciendo con ellos una especie de reja o emparrillado, para que detuviese el barro y dejara paso al agua. Después tapamos cuidadosamente nuestra obra con tierra bien apretada, y el día que tuvimos dispuesto todo esperamos el riego del nogal, llenos de ansiedad y de esperanza. Llegó esa hora, por fin, tras un siglo de impaciencia. Acudió el señor Lambercier, como de costumbre, a presenciar el acto, durante el cual permanecimos nosotros detrás de él, a fin de ocultarle nuestro árbol, al que, por fortuna, daba la espalda.
Apenas hubieron echado en el hoyo del nogal el primer cubo de agua, cuando la vimos acudir al nuestro.

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