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De vuelta a Ginebra, permanecí tres o cuatro años en casa de mi tío, mientras se resolviera lo que harían de mí. Como él trataba de que su hijo fuera ingeniero, hízole aprender nociones de dibujo y los Elementos de Euclides. Yo estudiaba lo mismo por acompañarle y me aficioné a ello, sobre todo al dibujo. Entre tanto deliberaban si me dedicarían a relojero, procurador o pastor. Yo prefería esto último, porque me parecía muy hermoso predicar; pero la parte que me tocaba de la exigua renta de mi madre, que debía compartir con mi hermano, era insuficiente para pagar mis estudios. Como mi corta edad no exigía una resolución pronta, continué en casa de mi tío, casi perdiendo el tiempo, sin que dejase de pagar una pensión bastante cara.
Era mi tío jovial como mi padre, pero no poseía aquella cualidad tan bella de éste, que sabía complacerse en el cumplimiento de sus deberes, y se cuidaba muy poco de nosotros. Mi tía era una beata de austeridad algo afectada, que prefería cantar salmos a ocuparse de nuestra educación. Nos dejaban casi en completa libertad, de que jamás abusamos. Inseparables siempre, nos bastábamos mutuamente, y no teniendo el menor deseo de frecuentar el trato de los muchachos de nuestra edad, no adquirimos ninguno de los malos hábitos que nuestra ociosidad podía originar. Pero hago mal en suponernos ociosos, porque no lo fuimos, y lo más particular es que los varios entretenimientos de que sucesivamente nos apasionamos nos tenían ocupados dentro de casa, sin que tuviésemos siquiera la tentación de salir a la calle Hacíamos jaulas, flautas, volantes, tambores, casitas, tacos y ballestas. Echábamos a perder las herramientas de mi anciano abuelo para construir relojes imitándole. Lo que más nos complacía era embadurnar papel, dibujar, lavar, iluminar y hacer un despilfarro de colores. Un día fuimos a ver a un titiritero italiano llamado Gamba-Corta, que vino a ginebra; nos desagradó y no volvimos más, pero enseguida nos pusimos a imitar los títeres que llevaba; esos títeres representaban una especie de comedias, y nosotros también las compusimos para los nuestros. Faltos de práctica, imitábamos con la garganta la voz del Polichinela para dar aquellas deliciosas representaciones a que nuestros buenos parientes tenían la paciencia de asistir. Pero un día que mi tío Bernard leyó en casa un magnífico sermón suyo, quedaron arrinconados los muñecos, porque nos dedicamos a componer sermones.