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Sólo de ella podía hablar y sólo en ella se ocupaba mi pensamiento. Era mi pesar muy verdadero, aunque creo que en el fondo, sin que de ello me hiciese cargo, buena parte de aquel heroico sentimiento provenía de las diversiones que su presencia animaba. Para templar el rigor de la ausencia, nos dirigíamos cartas tan patéticas que eran capaces de partir las piedras. Por fin tuve la gloria de que, no pudiendo resistir por más tiempo, viniese ella a Ginebra; yo acabé de volverme loco; ebrio estuve durante los días de su permanencia entre nosotros. Cuando partió quise lanzarme al agua en su seguimiento y atroné los aires con mis voces. Ocho días después me remitió dulces y unos guantes, lo cual me hubiera parecido una fina galantería, si al propio tiempo no hubiese sabido que había contraído matrimonio y que aquel viaje con que tuvo la amabilidad de honrarme había tenido por objeto la compra de sus vestidos de boda. No describiré aquí mi coraje: ya se puede concebir. Juré en mi noble despecho no ver más a la pérfida, no hallando mayor castigo para ella, que no se murió por ello, pues veinte años más tarde, paseándome por el lago con mi padre, a quien fuí a ver, pregunté quiénes eran unas señoras que se hallaban en otra barca no lejos de la nuestra. ¡Hombre!, replicó mi padre sonriendo, ¿no te lo dice el corazón?, son tus antiguos amores: la señora de Cristin, la señorita de Vulson". Estremecime al oír este nombre, ya casi olvidado, y di orden a los remeros de cambiar de rumbo, juzgando que, si bien sería oportunidad de tomar el desquite, no valía la pena de ser perjuro, renovando una querella de veinte años con una mujer de cuarenta.
(1723 - 1728) Antes de que se decidiese cuál había de ser mi destino, se perdía el tiempo más precioso de mi infancia en esas frivolidades. Se celebraron prolongadas deliberaciones a fin de dedicarme a lo que en más armonía estuviese con mi disposición natural, y, decidiéndose finalmente por lo que menos me convenía, me colocaron en casa del señor Masseron, escribano de la ciudad, a fin de que aprendiese el útil arte de picapleitos, como decía el señor Bernard. Me repugnaba este nombre soberanamente. La esperanza de ganar dinero por medio de una ocupación innoble cuadraba mal a mi carácter altivo; aquella ocupación me parecía fastidiosa, insoportable; la asiduidad y la sujeción acabaron de desalentarme, y por eso no entré nunca en la oficina sin un sentimiento de repulsión profunda, cada día más creciente.