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Al día siguiente, hallando nueva oportunidad, traté un nuevo ensayo.
Subo sobre mi caballete, alargo el asador y lo sujeto: ya estaba a punto de pillar una manzana... Por desgracia, el dragón no dormía. Se abre la despensa de repente: aparece mi amo, cruza los brazos, me mira y dice: "¡Adelante!..." Se me cae la pluma de las manos.
A fuerza de sufrir malos tratos, pronto fuí menos sensible: me parecían una especie de compensaciones del robo, que me daban pie para continuar. En vez de mirar hacia atrás para ver el castigo, miraba hacia adelante para ver la venganza. Juzgaba que tratarme como a un pillo era autorizarme para serlo. Hallaba que iban juntos el robo y el castigo y constituían las cosas de tal modo que, llenando yo la parte que me correspondía, quedaba lo demás a cuidado de mi amo. Discurriendo así, me dediqué a robar más tranquilamente que antes. Decía yo para mí: ¿Qué puede suceder? Recibiré una paliza; bueno: yo he nacido para esto.
Me gusta comer, sin ser comilón: soy sensual, pero no goloso. Bastantes otros gustos me distraen de éste; nunca me he ocupado de la boca sino cuando mi corazón ha estado ocioso y esto me ha sucedido tan raras veces durante toda mi vida, que me ha quedado muy escaso tiempo para pensar en los buenos bocados. Por esto mi rapacidad se limitó a las golosinas durante un tiempo muy breve, y pronto se extendió a cuanto me tentaba; y, si no llegué a ser un ladrón en toda regla, fué porque nunca me atrajo mucho el dinero. Dentro del taller común mi amo tenía otro reservado para sí, que cerraba con llave: yo encontré medio de abrir y cerrar la puerta sin que se conociera. Allí ponía a contribución sus buenas herramientas, sus mejores dibujos. Sus grabados, todo lo que parecía alejar de mí y yo codiciaba. En el fondo, esos robos eran inocentes, porque al fin los hacía para emplearlos en servicio suyo: yo saltaba de gozo con tener en mis manos aquellas bagatelas; me parecía apoderarme del talento al coger sus productos. Por lo demás, había en cajitas recortes de oro y de plata, dijes, objetos de valor y dinero. Tener cuatro o cinco sueldos en el bolsillo, ya era mucho para mí; con todo, lejos de tocar nada de aquello, no recuerdo que nunca hubiera dirigido allí una mirada codiciosa; al contrario, lo veía más con espanto que con gusto.