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En tan extraña situación, mi inquieta fantasía tomó un partido que me salvó de mi mismo, calmando mi naciente sensualidad. Consistió en alimentarse de las situaciones que me habían interesado en mis lecturas, recordarlas, variarlas y combinarlas, apropiármelas de tal modo que me convertía en uno de los personajes que imaginaba, viéndome colocado en las situaciones más adecuadas a mi gusto; en fin, el estado ficticio en que lograba encontrarme me hizo olvidar el verdadero, de que tan pesaroso estaba. Este cariño por los objetos imaginarios y la facilidad de embeberme en ellos acabaron de disgustarme de cuanto me rodeaba y determinaron este amor a la soledad, que desde entonces jamás me ha abandonado. Más de una vez se verán, en lo que sigue, los particulares efectos de esta predisposición tan misantrópica y sombría al parecer, pero que, en realidad, es hija de un corazón por demás afectuoso, amante y tierno, que no hallando otros que se le parezcan, se ve precisado a alimentarse de ficciones. Me basta, por ahora, haber indicado el origen y primera causa de una inclinación que ha modificado todas mis pasiones, y que, conteniéndolas por medio de ellas mismas, siempre me ha hecho perezoso para obrar por excesivo ardor en el deseo.
Así llegué a los dieciséis años, inquieto, cansado de todo y de mi mismo, fastidiado de mi situación, ajeno a los placeres propios de aquella edad, devorado por deseos cuyo objeto ignoraba, llorando sin motivo determinado, suspirando sin saber por qué; en fin, acariciando tiernamente mis quimeras, porque nada veía en derredor que les fuera equivalente. Venían todos los domingos mis compañeros a buscarme, al salir de la iglesia, para que fuera a divertirme con ellos. Si hubiese podido excusarme, lo habría hecho de muy buena gana; pero, una vez engolfado en sus juegos, me entusiasmaba más que todos ellos, y era muy difícil sosegarme ni detenerme. Por este tenor he sido constantemente: cuando íbamos a paseo fuera de la ciudad, seguía siempre adelante sin acordarme de la vuelta, a menos que los demás pensasen por mí. Dos veces llegué a la ciudad cuando estaban las puertas ya cerradas y tuve que quedarme fuera. Puede imaginarse cómo fui tratado al día siguiente, y me prometieron tal acogida para la tercera, que me propuse no exponerme a la prueba; sin embargo, esta temible reincidencia hubo de llegar un día. Mi vigilancia fué burlada por un maldito capitán, llamado Minutoli, que siempre cerraba la puerta donde estaba de guardia media hora antes que los otros.