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Por desgracia, ignoraba todo esto, y en mi vida sólo se me ha ocurrido pensar en mi aspecto cuando ya no era tiempo de valerme de él. A la timidez natural de mi edad se reunía la de un carácter afectuoso, turbado siempre por el temor de disgustar. Por otra parte, aunque mi entendimiento estaba regularmente cultivado, como no conocía el mundo, carecía completamente de urbanidad, y, lejos de suplirla, mis conocimientos no hacían más que aumentar mi timidez, porque me hacían comprender cuántos me faltaban todavía por adquirir.
Temiendo, por consiguiente, que mi presentación produjera mal efecto, me previne de otra suerte escribiendo una magnífica carta en estilo oratorio, en que, colocando frases que había encontrado en los libros, con locuciones de aprendiz, desplegué toda mi elocuencia para bienquistarme con la señora de Warens. En esta carta incluí la del señor cura, y me dirigí a la temible audiencia. Era el Domingo de Ramos del año 1728. Cuando llegué a la casa me dijeron que la señora acababa de salir y que se dirigía a la iglesia. Corro en su seguimiento, la diviso, la alcanzo, le hablo... Debo recordar aquel lugar venturoso que posteriormente he regado de lágrimas y cubierto de besos muchas veces. ¡ Que no pueda rodearlo con una balaustrada de oro y atraerle el homenaje del mundo entero! Todo aquel que sea aficionado a honrar los monumentos que han salvado a los hombres no debería llegar hasta allí sin postrarse de rodillas.
Era un pasadizo que había detrás de su casa, entre un arroyo a la derecha que lo separaba del jardín y la pared del patio a la izquierda, y conducía a una puerta falsa de la iglesia de los franciscanos. Estaba ya junto a la puerta, cuando se volvió al oír mi voz. ¡Qué sorpresa la mía! Habíame figurado una beata vieja y ceñuda, pues no podía ser de otro modo la buena señora del señor de Pontverre. Pero vi un rostro lleno de gracias, bellos ojos azules llenos de dulzura, una tez deslumbradora, una garganta de contorno encantador. Nada se escapó a la rápida ojeada del joven prosélito, porque lo fuí suyo desde aquel instante, seguro de que una religión predicada por tales misioneros no podía por menos de conducir al Paraíso. Toma sonriendo la carta que, con mano trémula, le presenté; ábrela, pasa los ojos sobre la del cura y los vuelve a la mía, que lee toda, y que habría leído otra vez si un criado no le hubiera advertido que era hora de entrar.