Página 7 de 38
Vemos con qué facilidad se explican, gracias a estos principios, las aparentes contradicciones propias de tantos hombres colmados de escrúpulos y de honor en un aspecto y tramposos y bribones en otro, que desprecian los deberes más sagrados y son fieles hasta la muerte a compromisos con frecuencia ilegítimos. Es así como los hombres más corruptos rinden siempre homenaje a la confianza pública. Es así (tal como se señala en el artículo DERECHO) cómo hasta los truhanes, enemigos de la virtud en la gran sociedad, adoran su simulacro en sus cavemas.
Al establecer la voluntad general como primer principio de la economía pública y como regla fundamental del gobierno, no he creído necesario examinar seriamente si los magistrados pertenecen al pueblo o el pueblo a los magistrados, ni si en los asuntos públicos se debe consultar el bien del Estado o el de los jefes. Hace tiempo que la práctica decidió esta cuestión en un determinado sentido y la razón en otro, de modo que en general sería una gran locura esperar que aquellos que de hecho son los amos preferirán un interés distinto al suyo
Librodo
propio.3 Parece pues adecuado dividir también la economía pública en popular y tiránica. La primera es la de todo Estado en el que impera unidad de interés y voluntad entre el pueblo y los jefes; la otra existirá necesariamente allí donde el gobierno y el pueblo tengan intereses diferentes y, consiguientemente, voluntades opuestas. Las máximas de la segunda están inscritas sobradamente en los archivos de la historia y en las sátiras de Maquiavelo. La otras sólo aparecen en los escritos de los filósofos que tienen la osadía de reclamarlos derechos de la humanidad.
La primera y más importante máxima del gobierno legítimo y popular, es decir, del que tiene por objeto el bien del pueblo,4 es, por tanto, como ya he dicho, la de guiarse en todo por la voluntad general. Pero para seguirla es necesario conocerla y sobre todo distinguirla de la voluntad particular, comenzando por uno mismo; distinción siempre dificil de hacer y para la cual sólo la más sublime virtud puede proporcionar luces suficientes. Como para querer hace falta ser libre, otra dificultad no menor consiste en asegurar a la vez la libertad pública y la autoridad del gobierno. Buscad los motivos que llevaron a los hombres, unidos por sus mutuas necesidades en la gran sociedad, a estrechar su unión mediante sociedades civiles: no encontraréis otro que el de asegurar los bienes, la vida y la libertad de cada miembro mediante la protección de todos.