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De su sucesor, Felipe IV, se dice que además de alancear y matar los toros, quitó la vida a más de 400 jabalíes con estoque, lanzón y horquilla.
En tiempo de Carlos II se sostuvo este entusiasmo entre la nobleza; pero a fines de su reinado, y mucho más cuando después de su muerte, ocurrida en 1700, vino a reinar Felipe V, habiendo empezado las guerras de Sucesión, tanto las divisiones y ocupaciones más serias que sobrevinieron, como el poco gusto que aquel Monarca manifestó hacia los toros, pues fue el segundo que los prohibió por Real cédula, distrajeron completamente a la nobleza, cesando su afición por el mismo resorte que la había fomentado; pudiéndose aplicar a esta influencia de los gustos de los Reyes sobre sus pueblos en España, casi como en todas partes, aquel dicho de Federico el Grande: Quand Auguste avait bu, la Pologne étoit ivre.
Los hombres pasan extrañamente de unos extremos de locura a otros. No había mucho que la nobleza, celosa del alto honor de morir en las astas de un animal, no permitía que plebeyo alguno le disputase la menor parte, e inmediatamente se desdeña de lidiar con las fieras, hasta el punto de declarar infame al que va a sucederle en tan arriesgada diversión. Efectivamente, desde entonces, unos cuantos hombres infamados pueden enriquecerse con el precio de su vida, tan vilmente alquilada a la pública diversión, a no tener las costumbres de su calidad.
Los sucesores de Felipe V, Fernando VI y Carlos III, a imitación de aquél y del segundo del mismo nombre, prohibieron los toros, a menos que no se invirtiese su producto en obras pías. Bajo este concepto, el señor rey don Carlos IV y nuestro actual Soberano (que Dios guarde) han concedido en dos temporadas del año cierto número de corridas con el piadoso objeto de socorrer a aquellos vasallos desvalidos que la desgracia ha reducido a un hospital.
Pero si bien los toros han perdido su primitiva nobleza; si bien antes eran una prueba del valor español, y ahora sólo lo son de la barbarie y ferocidad, también han enriquecido considerablemente estas fiestas una porción de medios que se han añadido para hacer sufrir más al animal y a los espectadores racionales: el uso de perros, que no tienen más crimen para morir que el ser más débiles que el toro y que su bárbaro dueño; el de los caballos, que no tienen más culpa que el ser fieles hasta expirar, guardando al jinete aunque lleven las entrañas entre las herraduras; el uso de banderillas sencillas y de fuego, y aun la saludable costumbre de arrojar el bien intencionado pueblo a la arena los desechos de sus meriendas, acaban de hacer de los toros la diversión más inocente y más amena que puede haber tenido jamás pueblo alguno civilizado.