El doncel de don Enrique (Mariano Jose de Larra) Libros Clásicos

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-A la buena de Dios, señor Ferrus; mas ¿no oís pasos?
-¡Santo cielo! -exclamó Ferrus-. ¡Ah! sí, es don Enrique; sí, será don Enrique; vete retirando... poco a poco... ¡Jaime! Más despacio; pudiera ser que no fuese él...
Miraba atento Ferrus a la parte de donde provenía el rumor, a tiempo que el paje, de suyo poco inclinado a esperar aventuras de ninguna especie y menos de aquella a que él se figuraba pertenecer la que se presentaba, se había puesto ya en salvamento en la antecámara, donde le parecía que no estaba tan al alcance de los perniciosos efectos de las maléficas redomas que tanto temor le infundían. Santiguábase allí a su placer y dábase prisa a besar una santa reliquia que en el pecho para tales ocasiones llevaba, con más fervor que besaría un enamorado la blanca mano de su Filis dejada al descuido entre las suyas.
Miraba atento Ferrus, y no esperaba nada menos que el ver alguna desmesurada fantasma o ridículo endriago que viniese a pedirle cuentas de su mal pasada vida. Abrióse, por fin, una puerta tan secreta como la que en nuestro capítulo anterior hablando del salón dejamos descrita, y se presentó a los ojos del espantado confidente la persona del mismo don Enrique, a la cual daba cierto aire nada tranquilizador la escena que acababa de pasar entre él y su desdichada esposa, la de Albornoz.
-¡Maldita tenacidad! -entró diciendo con voz iracunda el enojado conde, sin reparar en su medroso confidente, ni menos acordarse de la orden que de esperarle en su cámara le tenía anteriormente conferida-. Mal conoce a don Enrique el desdichado que pretende atravesarse en el camino de sus planes -añadió acercándose a la mesa-; resiste, infeliz, resiste mañana todavía, y conocerás bien pronto quién es don Enrique de Villena.
-Señor, perdonadme si os he ofendido -exclamó hincándose de hinojos el espantado Ferrus e interpretando contra si el sentido de las últimas palabras del conde únicas que había oído distintamente-. Perdonadme...
-¡Ah!, ¿estás ahí? -dijo don Enrique volviendo en sí-. ¿Qué haces en esa postura? ¿Rezas, insensato?
-Sí, gran señor, insensato, pero te juro que mi intención es buena.

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