El doncel de don Enrique (Mariano Jose de Larra) Libros Clásicos

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Sus ojos, lanzados fuera de su órbita, devoraban desde la oscuridad el rostro divino de la hermosura, reclinada en brazos de otro. Sus manos, cerradas por sí solas y comprimidas, sacudieron la cruz de hierro que cerraba la ventanilla, y si no bastaron a romperla sus esfuerzos, torciéronla como un mimbre delicado.
-¡Se aman, se aman! -exclamó el doncel con voz ronca y apenas inteligible-. ¡Maldición, maldición sobre ellos y sobre mí! -y una lágrima, pero una lágrima sola, se abrió paso con dificultad a lo largo de su mejilla, fría como el mármol.
CAPITULO VIGESIMONOVENO
Seis años fui de él servida,
Sin de mi alcanzar nada.
Él ofendió a mi marido
Y de ello yo fui la causa;
Y con todo esto le quiero,
Y le tengo acá en el alma.
Rom. de Gazul.
-¡Ah!, Vadillo -exclamó Elvira, creyendo haber oído algún rumor en el gabinete-, ¡cuán desdichada soy!
-¡Elvira! -dijo escuchando un momento Fernán Pérez-. Diría que alguien había hablado a nuestro lado.
-¿A nuestro lado? ¿Cómo? ¡Qué fantasía!... ¿Quién pudiera?...
-Tiempo es el caballero,
Tiempo es de andar de aquí.
entró cantando a esta sazón con voz descomunal el ato-londrado pajecillo, según las palabras de aquel antiguo y famoso romance popular que se cantaba entre las gentes; entraba Jaime como quien creía que habría tenido ya ocasión la bella prima de sacar de allí al hidalgo.
-Sería el paje, señor, el que aquel ruido metía -dijo Elvira aprovechando tan feliz coincidencia.
-¿Qué buscáis de nuevo aquí? -preguntó Hernán Pérez con todo el mal humor de aquel a quien interrumpen en una acusación agradable para la cual no ha menester testigos-. No haría yo mal, ¡vive Dios!, atolondrado, en cogeros de un brazo y encerraros en ese gabinete oscuro hasta que hubieseis aprendido otra mesura y comedimiento.
-Perdonadle -gritó Elvira, asustada.
-Ved que habrá sabandijas en ese cuarto, señor hidalgo -repuso el pajecillo prontamente-; nadie entra en él jamás.
-Vos seréis el bellaco y la sabandija, mal criado -contestó Hernán Pérez- ¡Ea!, salid.
-De buena gana; pero no será sin deciros que el azor no quiere comer, y que es tan torpe Alvar, el escudero que os habéis echado desde que recibisteis la orden de caballería, que quiero yo que me encerréis de veras si antes de un cuarto de hora no campa solo el pájaro por su respeto sobre alguna torre del alcázar.

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