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Algunas casas que, más que viviendas de hombres, parecían cuevas de animales, esparcidas aquí y allí, formaban irregulares callejones. No era, sin embargo, tan pequeña su importancia que tuviesen que acudir sus habitantes a algún pueblo vecino de mayor cuantía para cumplir con sus deberes espirituales. Poseía una iglesia parroquial, no muy grande en verdad, pero que no dejaba por eso de bastar para su reducido vecindario, y que se hallaba bajo la protección y advocación de Santa Catalina. En el día será todo lo más si puede traslucirse su antigua grandeza en los restos míseros que la constituyen en la humilde jerarquía de ermita; pero en el reinado de Enrique III nos dice Jimena en sus anales eclesiásticos de Jaén, no sólo era la iglesia parroquial, sino que era una obra moderna que no tenía más fecha que los años que hacía que había sido reconquistado aquel país a los moros.
A cosa de un cuarto de legua del pueblo, rivalizaba en grandeza con la iglesia parroquial un castillo sombrío y viejo, que si no era de los más fuertes y afamados de Castilla, no dejaba por eso de ser sólido y una de las posiciones militares más ventajosas de la comarca. Edificado como todos los de aquel tiempo en una eminencia, mejor diremos, en la punta de una peña, podía servir de reducto a un tercio militar en retirada o de baluarte a un destacamento avanzado de un ejército invasor. Tenía su doble muralla almenada, torres, foso, su contrafoso, puente levadizo, en una palabra, cuanto hacía necesario en semejantes edificios la táctica militar de ataque y defensa de aquella época belicosa y de perpetuo temor y desconfianza. Crecía la hierba tranquilamente en derredor de las almenas, prueba evidente de que hacía mucho tiempo que no oponían obstáculos las artes de la guerra a su abundante vegetación. Un largo litigio que sobre la pertenencia de tal castillo había sostenido contra la Corona de Castilla la Orden de Calatrava, había sido ocasión de hallarse inhabitado algunos años, y se habían adherido a él, como en aquellos tiempos de ignorancia solía frecuentemente suceder, mil vagas tradiciones, mil supersticiones fabulosas, que habían consolidado algunos malhechores, cobijándose en él secretamente y haciéndole cuartel general y centro de sus operaciones.