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Era fama por el país que, en tiempos anteriores, un moro, mago si jamás los hubo, había sido fundador del castillo, cuya construcción se perdía en los tiempos remotos de la conquista y reconquista; opinión a que no daba poco realce el color negruzco de la piedra y el aspecto todo venerable y misterioso de sus antiquísimas murallas.
El mago había construido el castillo, según la más recibida opinión, para satisfacción de odios y rencores propios suyos; en él había atormentado durante su vida a muchas hermosas doncellas que no habían querido rendirse a sus brutales deseos, pues todas las tradiciones convenían en que éste había sido el flaco del moro encantador y descomunal. Añadíase a esto que no había faltado razón para ello, pues se refería de él la siguiente historia.
El moro había amado en sus lucidos abriles a una mora llamada Zelindaja, hija de un reyezuelo de Andalucía; la cual había correspondido primero a su pasión, pero le había dejado después, sin verdadero motivo, por otro y otros moros sucesivamente, con la natural facilidad y ligereza de su sexo leal y encantador. El moro, que debía de haber sido hombre de suyo sentado y poco aficionado a mudanzas, había tomado la cosa muy a mal y el desaire muy a pechos, y en vez de volver los ojos a otra Zelindaja mejor que la primera, lo cual hubiera sido determinación de hombre prudente, había jurado vengarse castigando en el sexo toda la culpa de uno de sus individuos. He aquí la causa de su odio a las mujeres; para lograr sus fines habíase dado a la magia y a la confección de bebidas y filtros amorosos. Con ellos enquillotraba a las doncellas, las cuales, al punto que apuraban a poder de engaños la pócima, así quedaban del moro enamoradas como si en el mundo no hubiera habido otro hombre, ni moro ni cristiano. Entonces entraba la parte de su venganza; entonces el pícaro moro hacíase de pencas y dejábalas llorar y suplicar, suspirar y gemir por los sus encantos, con lo cual íbanse consumiendo y acabando las enquillotradas doncellas como bujía que se apaga.