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Hízolo tan bien el vengativo, que la obligó a que se decidiese a venir a hacer vida común con él a su castillo, donde decía les esperaban delicias sin fin y una vida entera de amor y fidelidad. Cayó en el lazo la incauta cuanto enamorada Zelindaja; pero no bien hubo pasado el rastrillo de la encantada fortaleza, cuando llamándose andana el astuto moro, dio dos zapatetas en el aire, como potro que sale, roto el freno, a gozar al campo de la conquistada libertad, sacudió el amor y comenzó a dar tal cual lección de sufrimiento a la desvanecida hermosa, quien aprendió entonces lo que habrían sufrido sus amantes. Lloraba ella y gemía, y volvía siempre al moro, pero decía él:
-¡Ay, mora mía, es tarde!
-¡Ay, moro! -le decía Zelindaja.
-Es tarde, ¡ay!, es tarde -contestaba el moro, afectando dolor y sentimiento.
Tal era la explicación que se daba a un gran rótulo, labrado en la misma piedra sobre la puerta principal del interior del castillo, que decía efectivamente en letras gordas arábigas y en árabe dialecto: es tarde.
No había querido el moro que Zelindaja muriese como las demás a poder de sus desprecios; había decidido, por el contrario, que Zelindaja viviese más que todas, y que a su muerte, la cual él no podía evitar que sucediese algún día, quedase a lo menos su sombra recorriendo perpetuamente los claustros y galerías del castillo, pidiendo a las piedras la felicidad que tanta falta le había hecho en vida, y a los ecos su esposo, como llamaba en su delirio al rencoroso moro.
De aquí la tradición misteriosa de que se oía en el castillo, sobre todo en las crudas noches de invierno, o en épocas de tormentas, una voz de mujer que pedía a los elementos todos su esposo, y no faltaba quien añadía haber visto con sus propios ojos, que habían de comer la tierra por más señas, una sombra blanca, recorriendo, toda pálida y desmelenada, con una antorcha en la mano, las altas bóvedas, como quien busca efectivamente alguna cosa que no encuentra.
Excusado es, pues, decir que no tendría el castillo muchos aficionados, porque era común opinión que el que llegaba a poner el pie en él, hallándose enamorado, ya nunca había de oír más consuelo ni esperanza amorosa que aquel fatal es tarde, que a la fundación y suerte del castillo presidía.