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Era igualmente aborrecido el moro y maldecidos su nombre y su memoria en la comarca, porque no había amante desairado que no creyese deberle aquel singular favor a la influencia que ejercía todavía en muchas leguas a la redonda aun después de su muerte. No había padre que no creyese deberle la palidez de su hija, esposo que no imaginase obra suya el despego de su esposa, y zagal enamorado que no le pidiese más de una vez, en sus secretas oraciones, la revocación de la terrible suerte que había dejado en herencia al país en que había vivido.
Nosotros, sin embargo, habremos de abogar por el moro, en primer lugar porque no creemos que tenga en el día influencia alguna el tal mago sobre nuestras mujeres, y, sin embargo, ni dejan de estar pálidas las incautas jovencillas, ni dejan de dar su amor a todos los diablos los enamorados zagales, ni se ha acabado el despego entre los esposos, ni deja de suceder con las Zelindajas de que se compone el bello sexo, lo que con los hilos de las sábanas de angeo de la venta de Puerto Lápice, de los cuales decía Cide Hamete, que si se quisieran contar no se perdería uno solo de la cuenta.
Si no tenía efectivamente otro delito el moro que engañar a sus amantes, enamorar primero para despreciar después, y variar de amor como de camisa, mal haya si encontramos por qué reconvenirle, en unos tiempos, sobre todo, en que cualquier mujer no necesitaba ser muy mora, ni muy hechicera por cierto, para hacer otro tanto cada y cuando le ocurre, que suele ocurrirles siempre. Somos demasiado defensores y amigos del bello sexo para hacer por ello inculpación alguna al inocente moro.
Enfrente del castillo, pero a más que respetable distancia, se veía el tercer edificio notable, la tercera maravilla de Arjonilla. Era ésta una casa no muy grande, comparada con la más pequeña de las que adornan en el día la capital de todas las Españas posibles, pero verdaderamente regia, puesta en parangón con la más espaciosa de Arjonilla.