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Bien pueden vuesas mercedes cenar a oscuras, porque hoy no hay más que un candil en la casa, contando con éste.
Dicho esto, echó a andar delante del viajero con su risita y su natural sumisión, cuidándose poco de lo que quedaban diciendo las gentes de baja ralea que hospedaba aquella noche en su casa y a quienes con tan poco comedimiento había devuelto al caos y a las tinieblas de que el Hacedor supremo los había sacado al criarlos.
-¿Habéis visto, Peransúrez? -dijo al otro uno de los que cenaban.
-He visto, he visto -repuso su comensal-; y pluguiera al cielo que siguiera viendo.
-Decís bien, porque el bueno de Nuño, atraído sin duda por el color de oro del pelo ensortijado del forastero, nos ha dejado ¡vive Dios! como solemos quedarnos al fin de los sermones de nuestro buen párroco, es decir, a oscuras.
-¿Y sabéis quién sea el forastero?
-Nadie nos lo podrá decir mejor que el mismo Nuño, si es que él ve más claro en ese asunto que nosotros en nuestra cena.
Volvía a este tiempo Nuño, que así se llamaba el hostalero; después de restituir el candil a su primitivo lugar y de haberse excusado lo mejor que supo con sus huéspedes, comenzó a restregarse las manos con aire importante y misterioso, como de hombre que sabe raros secretos.
-Ya que habéis tenido por conveniente, señor Nuño -dijo Peransúrez-, llevarnos la luz, que supongo no nos pondréis en cuenta, ¿no nos podríais dar algunas luces, en cambio de la que nos correspondía, acerca de ese misterioso personaje que albergáis en vuestro bien alhajado establecimiento?
-Alhajado o no, señores, como gustéis, es el mejor que de esta especie se conoce, voto a Dios, en muchas leguas a la redonda. Con respecto al forastero, no acostumbro a revelar...
-Vaya, señor Nuño, eche un trago de lo bueno, y siéntese y hable, que no nos dio el Señor en su sabiduría la lengua para callar las cosas que sabemos -dijo el más arriscado-; harto trabajo tenemos con haber de callar por fuerza las que no sabemos. Ese será algún pícaro.