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Refirió en seguida el montero Hernando, lo mejor que pudo y supo, cuanto dejamos en nuestros capítulos anteriores relatado, o a lo menos toda la parte que él sabía, que era lo muy bastante para poner al corriente a cualquiera de los negocios del doncel. Al llegar al punto donde dejamos nosotros a nuestros héroes al fin de nuestro capítulo XXXI, prosiguió Hernando en la forma siguiente:
-Habéis de saber, Peransúrez, que desde el ojeo que dieron a mi amo en el soto de Manzanares aquellos desalmados siervos del conde, recelábame yo de cuanto nos rodeaba, y habíame propuesto no soltar la oreja de mi amo el doncel Macías. Cuando llegó, sin embargo, la nueva del alumbramiento de nuestra señora la reina doña Catalina, un maldecido sarao hubo de darse. Ni podía entrar yo allí, ni mi leal Brabonel. Viendo, con todo, que tardaba ya el doncel en demasía, salí a explorar el monte y a ojear los alrededores del alcázar. En ese tiempo ¡voto va!, debió de volver mi amo a nuestra cámara porque cuando yo regresé faltaba un tabardo de velarte que primero no llevara, y su espada. Volví a salir, y cansado de no hallarle, ocurrióme que acaso fuera de la villa y debajo de las ventanas de Elvira, que dan sobre la plataforma, podría estar el melancólico caballero tañendo su laúd y cantando alguna balada a la señora de sus pensamientos. Dirigí hacia allá, Peransúrez, mi jauría, y al llegar, ¡voto a San Marcos! hallé rastro. Un ruido extraño me había llamado la atención a alguna distancia; conforme nos acercábamos Brabonel y yo, habíamos oído algunas voces confusas y pasos luego de caballos. Llegamos, y veíase abierta la reja de la cámara de Elvira. Dos o tres piedras enormes, colocadas una sobre otra, parecían indicar que acababan de servir de escala a algún atrevido caballero para alcanzar a la reja. A poco rato de observación parecióme que andaba alguien en la habitación con una luz en la mano; ocultéme debajo de la reja lo más arrimado que pude a la pared; el que era se asomó, efectivamente, y al resplandor de la luz que llevaba en la mano vi relucir en el suelo dos trozos de una espada rota.