El doncel de don Enrique (Mariano Jose de Larra) Libros Clásicos

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-Pax vobiscum -dijo el menos corpulento de los padres con voz grave.
-Como gustéis, padres -repuso Ferrus-, según el estribillo de mi huésped de ayer; porque han de saber sus reverencias que de dos dignos alcaides que tienen en su presencia ahora, ninguno sabe latín.
-En ese caso, Te Deum laudamus -repuso el padre, respirando como aquel a quien le quitasen de encima una montaña.
-Gracias -contestó de nuevo Ferrus, no queriendo ser tachado de poco político por dejar sin respuesta una lengua que no entendía-. Dos cosas debemos suplicar a vuestras reverencias -prosiguió; primera, que se quiten esos hábitos que traen mojados...
-Et super flumina Babylonis, dice el salmista; vetat regula, la regla nos lo impide.
-Sea en buen hora; pero la regla no impedirá a vuestras reverencias que hagan lo que vieren adonde quiera que fueren; primera regla de hospitalidad entre caballeros -añadió Ferrus derramando vino nuevamente en las copas y ofreciendo una al padre que había llevado hasta entonces la palabra.
Miráronse los padres uno a otro para consultar entre sí lo que deberían hacer.
-¡Voto va! aquí se ofrece de buena voluntad -añadió Ferrus viendo su indecisión-, ¿no es cierto, señor camarero?
-Vos lo habéis dicho -repuso el camarero tomando una copa-. Pero si sus reverencias no se atreven por respetos al cielo, nosotros, viles gusanos de la tierra...
-Vinum laetificat cor hominis -interrumpió el padre-. Nosotros agradecemos a vuestras mercedes la buena voluntad; pero sólo beberemos en la refacción, si tenéis por bien hacérnosla servir; vuestras mercedes beban, y mientras, nosotros exultemos et laetemur.
-A la buena de Dios -dijo Ferrus vaciando su copa-. ¿Y este padre que nada dice, es que no sabe latín, como si fuera alcaide?
Miraban los dos frailes a Ferrus, como buscando en sus ojos si encerraría alguna intención o sospecha aquella pregunta, hecha de aquel modo, o si sería meramente casual e hija de la poca aprensión del que la hacía. Parecióles en conclusión que no se podía leer en los ojos de Ferrus sino la expresión del mosto, y no dudó en responder con cierta serenidad el mismo padre:

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