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-A la Cinta de Moebius -dijo.
La embarcación se apartó del muelle y se alejó corriente abajo dejando atrás los gritos de irritación de la familia. Tabitha se sentó a popa y contempló el rápido deslizarse de los huertos de olivos y jardines de esponja esparcidos en ambas orillas que no tardaron en ser sustituidos por los astilleros, refinerías de sílice y plantas de aire. La compleja telaraña de las torres de Schiaparelli se hizo visible en la lejanía y se esfumó una fracción de segundo después. La embarcación se internó por el canal que llevaba a Wells, y las paredes de roca color rosa coral se cerraron a su alrededor ocultando los contornos de las torres.
-¿Ha venido a ver el carnaval? -preguntó la conductora.
El tono de su voz indicaba que estaba harta de todo, y el que Tabitha respondiera con una negativa no pareció mejorar su estado de ánimo. La conductora era vespana y, como todos sus congéneres, parecía estar envuelta por una aureola entre humilde y hostil. La atmósfera le había moteado las flacas mejillas con un curioso mosaico de manchas marrones. Miró a Tabitha y empezó a quejarse del frío.
-Se vivía mucho mejor antes de que quitaran la cúpula dijo-. ¿Ha estado aquí cuando aún teníamos la cúpula?
-No, la quitaron antes de que yo naciera -replicó Tabitha.
-Entonces se estaba calentito -dijo la conductora-, pero esos idiotas la quitaron. Dijeron que iban a poner sistemas solares. -Sus rasgos se fruncieron y se apelotonaron ofreciendo una nueva exhibición de movilidad-. Y no los han puesto. Aún siguen discutiendo quién tiene que pagarlos.
La conductora alzó los codos, y Tabitha pensó que parecía un montón de pepinillos verdes rancios envueltos en una chaqueta de pana marrón. La lustrosa piel de sus lóbulos estaba arrugada y marchita, y los abolsamientos de su rostro dibujaban una mueca inalterable de hastío y desesperación. Tabitha se preguntó cuánto tiempo debía llevar recorriendo los canales para arañar el dinero que le permitiera seguir con su miserable existencia mientras los viajeros que transportaba hacían oídos sordos a ese interminable chorro de quejas que no les importaban en lo más mínimo. La conductora jamás conseguiría reunir el dinero o el valor suficientes para emprender el largo viaje de regreso a casa.
Avanzaron por el canal de aguas carmesíes hasta llegar a los arrabales de la nueva ciudad.