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La claridad de las lunas caía sobre el desierto y sobre la estepa, sobre las colonias polares y las tierras de los cañones, allí donde fluye la profunda y lenta corriente de los canales somnolientos. Sus rayos pintaban los desiertos, barrían las pampas, relucían sobre las granjas de cristales y arrancaban destellos a los lagos de algas de las ciudades que se confundían unas con otras. Iluminaban la arena de Barsoom y teñían de plata el césped suburbano de Bradbury. Iluminaban sin ninguna clase de discriminaciones los sombríos bloques monolíticos de la ciudad antigua y el arrogante y caótico amontonamiento de la nueva observando sin comentarios cómo se desparramaba y se extendía hasta más allá de la circunferencia que había marcado el perímetro de la cúpula desmantelada.
Tabitha se reclinó en el asiento de la motora perpleja y asombrada ante su buena suerte mientras avanzaban hendiendo las sucias aguas bajo el áspero resplandor emitido por una videopared. Algún tiempo después ella misma observaría que todo Marte había sido parcelado y repartido. Las pequeñas fortunas ya no estaban allí. Hacía pocos años Schiaparelli era una matriz pancultural viva y sólida, una encrucijada cosmopolita del sistema solar donde todas las razas que giraban alrededor del poder capellano podían coexistir en ruidosa armonía o pasar por ella regateando y haciendo negocios rumbo a los albergues y centros de caravanas que había en el sur. Ahora los autobuses repletos de turistas se abrían paso por entre las ruinas de Al-Kazara, y los estantes de los prestamistas estaban llenos de recuerdos importados que habían sustituido a los acordeones y medidores traídos por los navegantes borrachos que habían cruzado sus umbrales con paso tambaleante no hacía mucho tiempo.
Tabitha había logrado acostumbrarse al cambio, aunque recordaba tiempos mejores y no muy lejanos en los que los grupos de jazz de los sótanos tocaban con tanta furia que casi lograban ahogar el furioso repiqueteo de los viejos prospectores de especia que jugaban al mah jongg. Podías echarte a dormir en cualquier sitio que estuviese lo bastante caliente y ni tan siquiera los polis intentarían echarte de allí. Cuando despertabas con las primeras luces del amanecer descubrías una llama que no parecía tener dueño metiendo el hocico en tus bolsillos y un grupo de trhants que empezaban a instalar sus puestos de mercancías alrededor de tu cama.
Te ponías las botas, parpadeabas intentando aclararte la vista y avanzabas con paso tambaleante a través del souk.