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¡Y todo por culpa de D. Torcuato! Ahora que estoy bien despierto, y el sol alegre llega hasta besar la blancura de esta sábana, y tengo el torso vertical, y no hay miedo al hígado ni al cerebro; ahora, apoyado en los estribos del buen sentido, santo, del mediodía, ahora grito: -¡Mala centella parta a D. Torcuato Angulo! -Y sigo-. No sé si he dicho que soy viudo: lo soy. No se crea que me acuerdo ahora de esto porque mi mujer me la haya matado D. Torcuato, no: capaz sería, pero no fue él. No estoy seguro de no haber sido yo. Pero bien sabe Dios que si contribuí a su muerte fue sin querer. Culpa, ninguna. Por eso estoy tranquilo. Aunque no siempre del todo. Porque hay horas también en que tengo remordimientos, a pesar de no creerme responsable de los actos en que esos remordimientos se fundan. Por ejemplo, cuando hablo en cátedra de las tres unidades de acción, lugar y tiempo, y digo que para el artista moderno ya no hay tales trabas, no estoy seguro de decir la verdad. Tal vez las tres unidades dramáticas son esenciales. Vaya V. a saber. Pero ahora lo corriente
es decir que se puede prescindir de algunas de ellas. Y se prueba. No se prueba del todo, pero se prueba. ¿Voy yo a reñir con todo el mundo? ¿Voy a declararme paladín de las unidades? No: anda que corra la bola. Pues ¡no tendría yo que discurrir poco para averiguar el fondo último de la verdad en este punto! Tendría que emplear toda la vida en averiguar eso... y me quedaría a oscuras. De modo que ¡abajo las unidades y caiga el que caiga! ¿Qué culpa tengo yo? Bien, pues así y todo me remuerde la conciencia. ¡Ay! Bien piensa Carabín: siempre seré un insignificante.
Pero voy a mi asunto. Yo, Narciso Arroyo, catedrático de la facultad de Filosofía y Letras, viudo, de treinta y seis años, domiciliado en la calle de Santa Catalina, número nueve, he decidido escribir las memorias de mi vida en variedad de metros como quien dice, y sin respetar gran cosa las tres unidades.