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¡Horas memorables éstas de armonía interior, en que la presencia de la realidad se convierte en una música y el alma adivina el timbre de todas las cosas y escucha las grandiosas sinfonías de la naturaleza latente!
Para mí, sobre todo en aquella edad, fue siempre el remate obligado de estas excitaciones la necesidad de leer versos buenos en voz alta, a mis solas, en lugar a propósito, y acabar la lectura con ahogos de enternecimiento, con lágrimas en la voz y en los ojos, refiriendo el sentido íntimo, esencial, de lo leído a un sentimiento de caridad, de un or-den o de otro, pero de caridad vivísima, inefable. No recomiendo el procedimiento a los pedagogos; no pido que a los niños de las escuelas
o de los institutos provinciales se les enternezca artificialmente hasta el punto que me enternecía yo, por medio de la lectura de los grandes poetas, hasta conseguir fabricar una buena porción de sentimientos humanitarios que sumados aseguren al Estado grandes dosis de abnegación y sentimentalismo públicos. No, no estaría eso bien. Sin contar con los refractarios, que no faltarían, tal vez ni conveniente sea acaso que los muchachos lleguen a ser tan visionarios y sentimentales como yo confieso que fui en mi adolescencia (más adelante tuve ocasión de cambiar de conducta y llegué en mi viril endurecimiento hasta el punto de ser escritor satírico). Un ilustre pedagogo extranjero, coetáneo, cuyo nombre siento no recordar ahora, demuestra, o poco menos, que los niños no deben llorar, pese a ciertas preocupaciones contrarias. Pues que no lloren. Sobre todo, si se ha de mirar la cuestión desde el punto de vista puramente fisiológico (y así parece que debe ser), por mí que no lloren, que no sean sentimentales. No quiero que se me culpe de conspirador contra el mejoramiento de la especie humana.
Harto se ha insultado al pobre Rousseau con motivo de sus sensiblerías, que, según la autorizada opinión de personajes que no han llorado nunca, corrompió a varias generaciones con su falso sentimentalismo.
Así debe ser en adelante, es decir, no se debe provocar el enternecimiento a no ser cuando se trate de causa mayor, de un duelo legítimo y que tenga algo de parecido con el zollverein, o sea la unión aduanera, esto es, cuando se trate de algo que importe a la mitad más uno, o sea, la mayoría absoluta de los ciudadanos.