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¡Y dirán que el hombre moderno no es complejo! ¡Dios mío, si hasta lo soy yo, Narciso Arroyo... que soy tan sencillo!
9 de enero. -Conoció mi madre que me aburría en nuestro querido retiro; y como abandonar el campo durante el verano ambos lo hubiéramos reputado solemne locura, pensó ella en el modo de procurarme alguna distracción que me arrancara, por horas a lo menos, al hastío de mi soledad y a los peligros que ella barruntaba en mis largas cavilaciones.
No había que pensar en los aldeanos de la vecindad, pues aunque yo en aquella época no creía del todo lo que decían los desengañados retóricos acerca de la falsedad del género bucólico, y no desesperaba por completo de encontrar a Flérida algún día, escondida, a la hora de la siesta, en la calor estiva, entre los laureles y zarzas de una selva, a la sombra; sin embargo, esta vaga esperanza no bastaba a cerrarme los ojos ante los desencantos diarios de la triste y prosaica realidad. No acababan de parecer Galatea ni Flérida, y mi madre me llevó una tarde consigo a visitar a las de Pombal. Había de mi casa a la de estas señoritas media legua larga, y nos la anduvimos a pie, porque mi madre no conocía el cansancio. En casa, todos los días, subiendo y bajando, de la cocina al corral, de la sala al desván, se tragaba dos o tres leguas. Lo que ella no quería era montar en burro; y en coches no había que pensar tratándose de los caminos empinados y fragosos de aquella tierra. Doblamos una colina y bajamos a un valle hondo, estrecho; un pozo de verdura que yo desde lo alto había contemplado muchas veces en mis paseos melancólicos, pero al cual no había descendido nunca, por aquella pereza triste de mis soledades y por cierto miedo pueril a encontrarme por aquellas pomaradas y castañares de la vega con las de Pombal, dueñas del Castillo y de la casita blanca y verde que a mí, desde arriba, se me antojaba semejante a cierto templo griego que había visto pintado en un libro.