Cuesta abajo (Leopoldo Alas Clarín) Libros Clásicos

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¡Y dirán que el hombre moderno no es complejo! ¡Dios mío, si hasta lo soy yo, Narciso Arroyo... que soy tan sencillo!
9 de enero. -Conoció mi madre que me aburría en nuestro queri­do retiro; y como abandonar el campo durante el verano ambos lo hubiéramos reputado solemne locura, pensó ella en el modo de procu­rarme alguna distracción que me arrancara, por horas a lo menos, al hastío de mi soledad y a los peligros que ella barruntaba en mis largas cavilaciones.
No había que pensar en los aldeanos de la vecindad, pues aun­que yo en aquella época no creía del todo lo que decían los desengaña­dos retóricos acerca de la falsedad del género bucólico, y no desespe­raba por completo de encontrar a Flérida algún día, escondida, a la hora de la siesta, en la calor estiva, entre los laureles y zarzas de una selva, a la sombra; sin embargo, esta vaga esperanza no bastaba a ce­rrarme los ojos ante los desencantos diarios de la triste y prosaica rea­lidad. No acababan de parecer Galatea ni Flérida, y mi madre me llevó una tarde consigo a visitar a las de Pombal. Había de mi casa a la de estas señoritas media legua larga, y nos la anduvimos a pie, porque mi madre no conocía el cansancio. En casa, todos los días, subiendo y ba­jando, de la cocina al corral, de la sala al desván, se tragaba dos o tres leguas. Lo que ella no quería era montar en burro; y en coches no había que pensar tratándose de los caminos empinados y fragosos de aquella tierra. Doblamos una colina y bajamos a un valle hondo, estrecho; un pozo de verdura que yo desde lo alto había contemplado muchas veces en mis paseos melancólicos, pero al cual no había descendido nunca, por aquella pereza triste de mis soledades y por cierto miedo pueril a encontrarme por aquellas pomaradas y castañares de la vega con las de Pombal, dueñas del Castillo y de la casita blanca y verde que a mí, desde arriba, se me antojaba semejante a cierto templo griego que había visto pintado en un libro.

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