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No tanto me recordaba el templo por la sencilla forma, como por la situación que ocupaba a media ladera, entre follaje, en un montículo que parecía artificial, una imitación de las lomas vecinas hecha por los pastores. El Castillo no era más que un antiguo torreón edificado en lo más alto de un cerro, en un prado de yerba muy alta, heredad de la casería de Pombal.
-Si no fuese por las de Pombal, bajaría -me había yo dicho mil veces, contemplando desde lo alto las hermosas profundidades del valle angosto, que me atraían con el secreto de su misterio. En vano la razón me decía que allá abajo no habría más que cosas parecidas a las que ya veía y tocaba del lado de acá de la colina, en el valle nuestro, más grande y claro: una superstición dulce me inclinaba a imaginar, en aquellos parajes desconocidos para mí, novedades y atractivos de que los aldeanos que frecuentaban tales sitios no me hablaban porque ellos no los veían. Los nombres de la parroquia, barrios, lugares y cuetos y vericuetos del valle desconocido me eran familiares: trataba yo a muchos de los vecinos de aquel misterioso país; y, con todo, lo tenía por singular, lleno de sorpresas, de emociones nuevas para mí... si me determinaba a bajar. Pero estaban allí las de Pombal y no bajaba. ¿Por qué? Porque me daba vergüenza encontrarme con señoritas. Además, si había algo penoso en aquel miedo a bajar, también el encanto del misterio y el temor de que éste desapareciese contribuían a dilatar mi resolución de entrar por aquellas arboledas adelante.
En vano el más sencillo raciocinio me demostraba fríamente que nada debía esperar ni temer de la excursión siempre aplazada: había en mí algo que mantenía la ilusión con sus mezclas de esperanza loca y de temores absurdos, algo instintivo, muy arraigado en el alma, y que debía de ser del mismo orden de energías que el apego a la vida que siguen mostrando la mayor parte de los pesimistas, que, sin quererlo ni creerlo, siguen naturalmente esperando algo de ella.